Redes sociales: ¿ágora o centro comercial?

Campanilla melon. Convolvulus althaeoides.

Con un cierto retraso he tenido la oportunidad de ver el documental producido por Netflix, dirigido por Jeff Orlowsky y titulado «El dilema social de las redes». En el participan una serie de ex empleados de Google, Facebook, Twitter, Instagram y Pinterest, que relatan su participación en el diseño y elaboración de las tecnologías que soportan a las referidas plataformas.

En el documental los participantes expresan su arrepentimiento —a buenas horas mangas verdes— por haber trabajado en unas empresas con las que se hicieron ricos. Y refieren sin tapujos que su pretensión al crear estas tecnologías fue, y sigue siendo para los que ahora trabajan en las citadas plataformas, conseguir la adicción del usuario.

Estos ingenieros informáticos arrepentidos, todos jóvenes menores de 35 años, reconocen que las decisiones que ellos han tomado afectan a miles de millones de personas de todo el mundo —todos los usuarios de las referidas redes—, causando efectos nocivos que no son casuales, sino buscados por ellos, objetivos predefinidos antes de la realización de los programas, para conseguir captar la atención de las personas el mayor tiempo posible, o como dice uno de los participantes «conseguir arrebatarnos todo el tiempo posible de nuestras vidas».

Según los participantes, para conseguir nuestra atención los programadores utilizan, entre otras, técnicas psicológicas conductuales que pretenden —y consiguen con frecuencia— generar un cierto grado de adicción. Los autores del documental visitan la Universidad de Stanford, en California, donde han estudiado y estudian —parece que el director, Orlowsky, estudió en ella— gran parte de los programadores de estas multinacionales. En sus clases pudieron comprobar cómo se enseña a los estudiantes a crear productos capaces de condicionar nuestro subconsciente, de modificar nuestras conductas, sin que seamos capaces de percibirlo.

Los entrevistados afirman que la forma en la que recibimos las notificaciones, los gestos para manejar el móvil, la manera de presentar las noticias, etc., todo ello está pensado para generar comportamientos adictivos de los usuarios.

Al principio del fenómeno se nos quiso convencer de que las redes sociales eran un foro para el encuentro, para la opinión y el debate, pero parece que no es así. Las plataformas venden una mercancía muy apreciada por otras empresas y —según opina Soshana Zuboff, profesora emérita de Harvard y autora de «La era del capitalismo de vigilancia»— esta mercancía es la certeza. El perfil que dibujan las plataformas de nosotros, con la información que les proporcionamos, permite a estas empresas conocer perfectamente nuestro comportamiento.

Otro de los participantes va más allá y afirma que lo que estas plataformas ofrecen a las grandes empresas es la capacidad para cambiar poco a poco nuestro comportamiento, nuestras creencias y hasta lo que somos. Y si alguno tiene dudas sobre esto, pensemos en lo sucedido con la campaña de Trump en EE. UU., lo ocurrido con el Brexit en Reino Unido o la progresiva polarización política en el mundo. Parece que el poder de estas macroempresas de los datos va mucho más allá de personalizar la publicidad o anticipar nuestros deseos, y que cada vez se acerca más a la capacidad de crearlos.

Dado el tiempo que viene —el verano—, aprovechemos para reflexionar sobre esto y, quizás, dedicar menos tiempo a las pantallas.

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Phubbing

Magnolia. Magnolia grandiflora

El mundo anglosajón es un gran productor de vocablos, a veces de difícil traducción al español, que definen situaciones relativamente nuevas que se dan en nuestro entorno. Así nos hemos acostumbrado a hablar de mobbing, bullying, phising, etc. para referirnos a actuaciones de unos ciudadanos para con otros, actuaciones casi siempre de carácter negativo, cuando no claramente delictivo.

Una palabra nueva que ha venido no hace mucho a sumarse a la relación de vocablos acabados en -ing, y que suponen un problema para los que la practican o la sufren negativamente, es Phubbing.

Aunque no es fácil de traducir, con el término phubbing se describe la situación en la que las personas prestan más atención a su móvil o tableta que a la conversación con la persona que le acompaña en ese momento. Leer y responder los mensajes, consultar las redes sociales, valorar las respuestas y adhesiones obtenidas, etc., son actividades que le merecen más consideración que la persona que tienen a su lado.

Aunque puede parecer una situación infrecuente, la psicología ya ha prestado atención al fenómeno. En un reciente estudio se comprueba que casi la mitad de los encuestados refieren haber sufrido phubbing por parte de su pareja, y casi la cuarta parte afirma que esta práctica ha sido motivo de conflicto con ella.

En la búsqueda de posibles causas de esta actitud los psicólogos refieren —entre otras— la falta de autocontrol para satisfacer nuestras necesidades al instante, aún a costa de parecer maleducados y la comprobación de que esta práctica es común en nuestro entorno. En otros estudios se ha mencionado como causa el temor a perdernos algo, habiéndose acuñado un acrónimo —FOMO, «fear of missing out»—, para nombrar a esta última sensación.

Es evidente que la llegada del móvil ha supuesto una enorme revolución, que ha aportado tremendas posibilidades a nuestras vidas. Pero parece que a algunos les causa problemas a la vez. Hasta el punto de que ya se ha definido una nueva patología —Nomofobia— para calificar el miedo irracional a quedarse sin móvil, habiéndose diseñado aplicaciones para avisar de cuando se está haciendo un uso abusivo del móvil.

Habremos de estar atentos para utilizar racionalmente esta maravillosa herramienta, sin caer en estas patologías emergentes.

Vegano

Delosperma. Delosperma cooperi

La corriente vegetariana, y su extremo la dieta vegana, han existido como tales desde finales del siglo XIX, pero solo alcanzaron una cierta aceptación social en el último tercio del siglo XX, consiguiendo en lo que va de siglo XXI un extraordinario desarrollo, especialmente la facción vegana.

La aparición de las redes sociales ha facilitado el acceso indiscriminado de las personas a informaciones —no siempre rigurosas— sobre este fenómeno, existiendo numerosos/as influentes —«influencers»— que la han convertido en su bandera, con buenas rentabilidades monetarias, por cierto.

Conscientes de este interés por lo vegano, fabricantes y cadenas de supermercados se han lanzado a la producción, exhibición y venta de numerosos fabricados veganos. A las iniciales bebidas vegetales, propuestos sustitutos de la tradicional leche de vaca, se han sumado toda clase de elaboraciones que, con la misma denominación que los clásicos de origen animal —leches, salchichas, quesos, hamburguesas, salchichón, etc.—, han pasado a lucir la etiqueta de vegano. Es tal el éxito del sello entre los consumidores, que han empezado a exhibirla productos que per se son de origen exclusivo vegetal: así el vino, el gazpacho o el tomate frito, por poner unos ejemplos, han pasado a lucir la etiqueta «Vegano», «Vegan» o «V» en color verde.

Es interesante este gran interés actual por lo vegetariano y su extremo el veganismo. Replantearse el modelo de consumo alimentario actual, basado fundamentalmente en alimentos de origen animal, e interesarse por los productos de origen vegetal, es una buena noticia desde el punto de vista de la salud.

Este boom de lo vegano está muy vinculado a la supuesta condición de saludable de los productos así denominados. Y es en esta supuesta condición donde está la clave de este artículo.

Para poder ofrecer productos adecuados al gusto de los más, la industria recurre con frecuencia a procesos de elaboración muy discutibles. Conseguir solo con vegetales texturas, olores y sabores atractivos, y que nos recuerden a otros productos de origen animal a los que estamos acostumbrados, obliga a procesar los vegetales de origen, añadiéndoles grandes cantidades de azúcar, aceites poco saludables —palma, palmiste, coco, etc.—, grasas trans, conservantes, estabilizantes, etc., sustancias y cantidades que tienen poco de saludables.

La denominada dieta mediterránea, tan ensalzada y vinculada a buenos niveles de salud, nos habla de comer frutas, verduras, legumbres y aceites vegetales —productos todos ellos de origen vegetal— pero en su estado natural, no procesados en mezclas de compleja composición, por mucho que se les pueda aplicar la etiqueta de vegano.

Si nos atenemos al estricto sentido de la palabra vegano veremos que es aquella persona que rechaza todo alimento de origen animal. O sea que todo lo que toma es de origen vegetal. Pero convendría recordar que la cicuta es un producto de origen vegetal. Pero su consumo no es saludable. Es uno de los venenos naturales más potentes que existen.

Cigüeña blanca. Ciconia ciconia

Metaverso

En el último año hemos oído con frecuencia la palabra Metaverso. Las grandes compañías tecnológicas como Facebook —ahora llamada Meta—, Google, Microsoft, etc. han hecho presentaciones de proyectos con esta tecnología de futuro.

Pero ¿qué es realmente Metaverso? Si entendemos la palabra «realmente» como la define el diccionario de la RAE —efectivamente, verdaderamente— Metaverso es nada, … todavía. Pero no podemos conformarnos con esta simple respuesta.

Los proponentes nos dicen que Metaverso será un mundo virtual —no real— al que las personas se conectarán a través de una serie de dispositivos que les harán pensar que están de verdad —en realidad— dentro de él, pudiendo interactuar con todos sus elementos. Será como si de verdad las personas se hubieran teletransportado a un mundo diferente de aquel en el que viven. 

En ese mundo virtual la persona tendrá la apariencia que quiera, se relacionará con quien quiera, y como quiera, pudiendo trabajar, realizar negocios, etc., o sea, que podrá realizar todas las acciones que se pueden efectuar en la vida real. Durante su inmersión en ese mundo virtual el individuo no será consciente de que no es real, ya que la realidad virtual será indistinguible de la real. Será una realidad alternativa a la que se accederá sin moverse de casa.

Lo de las realidades virtuales no es de ahora. Desde hace años disponemos de videojuegos en los que la persona se dota de una personalidad —avatar—con la que se incorpora al juego, donde se recrean situaciones en las que el individuo se sumerge durante unos minutos u horas, como si estuviera protagonizando las acciones que el juego le propone. Incluso hace unos años surgió una aplicación, llamada «Second Life», en la que ya se daba la posibilidad de tener una segunda vida fabricada por el individuo a su gusto.

Según las empresas interesadas, el individuo accedería a este Metaverso con dispositivos de realidad virtual y realidad aumentada, aparatos que serían indistinguibles de los que usa normalmente. Las gafas serían como la que usa a diario, la ropa seria la habitual dotada de sensores que no se percibirían pero que permitirían tener las sensaciones y ejecutar los movimientos como si fueran reales, etc.

La realidad en que vivimos no siempre es agradable. Las personas tienen que implicarse en la mejora de esta si quieren que cambie. Y eso, lo sabemos, se realiza con esfuerzo y no siempre se consigue.

Dado que sería el individuo el que crearía su mundo virtual —lógicamente a su pleno gusto—, no sería de extrañar que algunos, en vez de esforzarse en cambiar la realidad, se refugiaran en su Metaverso —su mundo virtual— donde es seguro que no faltarían ocasiones placenteras.

Y, mientras tanto, la realidad seguiría su curso. ¿Hasta cuando y hasta donde?


Imagen: Magnolia. Magnolia denudata (Imagen de Daniel)

Estado del Bienestar

Prácticamente todos los ciudadanos de la Europa Occidental viven en países que se han dotado de lo que llamamos Estado del Bienestar. Gozan de una serie de prestaciones por parte del estado que facilitan su vida 

Pero esto no siempre fue así. Hasta que no finalizó la Segunda Guerra Mundial, los ciudadanos —en los pocos países que eran ciudadanos y no súbditos— gozaban de aquellos bienes y servicios que podían costearse, quedando fuera del sistema aquellos que no tenían suficiente dinero para pagarlos. Aún hoy en día quedan algunos países —Estados Unidos de Norteamérica entre ellos— y partidos políticos que siguen fieles a la ideología liberal que, si bien propugna la igualdad de oportunidades, deja los resultados en manos del individuo y del mercado.

Los cambios políticos que se produjeron en Europa al finalizar la Segunda Guerra Mundial estuvieron inspirados, en lo social, en las propuestas de un documento que apareció en el Reino Unido en 1908, llamado «Minority Report», obra —entre otros autores— del matrimonio formado por Beatrice y Sidney Web.

En este informe, de forma contraria a los principios que constituían el Estado Liberal dominante en aquellos años, aparecía la noción de que el bienestar básico de la ciudadanía era responsabilidad del gobierno y de que este estaba obligado a garantizar un nivel de vida mínimo a cada ciudadano por el mero hecho de serlo, en caso de que el individuo no pudiese obtenerlo por sí mismo.

Beatrice y Sidney Web hablaban de un «Estado administrador» que gestionara un sistema de atención pública que se ocupase del ciudadano desde su nacimiento hasta su muerte. El sistema que se proponía debería garantizar a cada ciudadano, independientemente de su clase o sexo, un estándar mínimo de vida, que incluyera «una alimentación suficiente y una formación adecuada en la infancia, un salario adecuado mientras se esté en condiciones de trabajar, atención médica en caso de enfermedad y unas ganancias modestas pero aseguradas para la invalidez y para los ancianos». Había nacido la idea del Estado del Bienestar, que sus autores hacían totalmente compatible con la libertad de mercado y con la democracia.

El documento abogaba por que el Estado asumiera un número cada vez mayor de servicios, que serían administrados por expertos, apoyados por una administración pública fuerte.

La aparición del informe fue una autentica revolución de la ciencia política y de la sociología. De hecho, este informe fue el que inspiró a Lord Beveridge a formular su proyecto de «Welfare State» —Estado del Bienestar— británico, que dio lugar al nacimiento del «National Health Service» —Servicio Nacional de Salud—, que garantizaba a partir de 1947 la asistencia sanitaria gratuita para todos los ciudadanos del Reino Unido, modelo que ha sido seguido por la mayoría de los estados democráticos occidentales en Europa, incluida España.

No han transcurrido todavía 100 años desde la instauración de este Estado del Bienestar, y ya hay voces que propugnan su liquidación y sustitución por sistemas privados —de salud, de pensiones, etc.—, invitándonos a retroceder 100 años en nuestra evolución como sociedad.

Sería bueno recordar estos hechos para valorar lo que tenemos y no dejarnos embaucar por cantos de sirena.


Imagen: Echeveria setosa

¿Memoria innecesaria?

Cotiledón. Cotyledon orbicular

Los que tienen una cierta edad se educaron en la creencia de que la memoria era imprescindible para el aprendizaje. La mayor parte del saber se adquiría de memoria, y, a la hora de demostrar los conocimientos adquiridos se realizaban exámenes, en los que había que recurrir a la memoria para quedar en buen lugar.

Este tipo de aprendizaje, llamado memorístico, ha sido muy criticado en las ultimas décadas. Se le acusa de mecánico, repetitivo y poco dado a la creatividad, y se argumenta que el conocimiento así adquirido tiene tendencia a perderse pronto por olvido. Por otro lado se afirma que el conocimiento está en internet, por lo que no es necesario retener nada en la memoria.

Pero hoy ya sabemos que en internet el conocimiento no está sistematizado y ordenado, y que en lo que se encuentra no siempre es fácil distinguir la verdad de la mentira. Y sin una base de saber alcanzado mediante la memoria es muy difícil —si no imposible— adquirir en la web un conocimiento riguroso que capacite al estudiante para conseguir formarse un criterio propio. 

Como alternativa radical al uso de la memoria, diversos expertos —psicólogos y pedagogos fundamentalmente— mantienen que lo importante no es aprender unos determinados conocimientos, sino desarrollar competencias y habilidades. Según estos profesionales los alumnos no deben hacer uso de su memoria sino aprender a aprender, y recurrir a las fuentes cuando sea necesario. Y en función de estos planteamientos se han diseñado los nuevos recorridos curriculares.

Está claro que el aprendizaje de memoria no es la única forma de adquirir conocimientos. Pero rechazar la memoria como un método de aprendizaje supone rechazar el uso de una de las facultades cognitivas fundamentales del ser humano.

La memoria es una cualidad del cerebro que nos permite definirnos como tales humanos. Sin memoria no es posible recordar nuestro pasado y, con ello, imaginar nuestro futuro. Y la memoria —como los músculos—necesita ser ejercitada para mantenerla y aumentarla.

Es evidente que para desarrollarse como personas, los alumnos no tienen necesidad de aprenderse el nombre de los 33 reyes godos que hubo en España —que por cierto no fueron 33—, ni saber de memoria todos los ríos y lagos del mundo. Pero parece que no les va a ser fácil relacionarse correctamente en su mundo social y laboral sin saber dónde esta el río Ebro, cual es la capital de Rusia o quien escribió el Quijote, por poner solo unos ejemplos simples. Aunque esa información esté en internet hay que saber qué y dónde buscar. Y para ello hace falta usar la memoria.

Paraisos fiscales

Carpenteria califórnica

Recientes escándalos financieros nos han recordado la existencia de enormes cantidades de dinero depositadas en ciertos países, depósitos secretos cuyos propietarios no se conocen y que, por tanto, no pagan impuestos en los países donde se ha generado esa riqueza. En otras ocasiones el dinero no está oculto, pero sus propietarios deciden tenerlo en esos países debido a que su carga impositiva es menor que la que tienen en los de origen.

Estos países han sido denominados paraísos fiscales y, como concepto, son denostados por los ciudadanos y criticados por los gobernantes de las democracias —las dictaduras nunca se quejan de su existencia—, debido a la falta de solidaridad que expresan. Su escasa o nula contribución a los gastos comunes de las sociedades avanzadas son vividos de forma negativa, postulándose su desaparición para progresar en el desarrollo democrático de las naciones.

La propia denominación —paraísos— hace pensar que estos países están situados en lugares exóticos, fuera del alcance de las normas y leyes que rigen en las democracias desarrolladas. Pero esto no es siempre así. Algunos de estos paraísos están muy cerca de nosotros. La admirada y respetada Suiza, el Gran Ducado de Luxemburgo o el Principado de Liechtenstein, son países normales y cercanos donde se oculta el dinero, con frecuencia producto del delito —trafico de drogas, corrupción, trata de blancas, etc.—. Y en los casos de origen legítimo de los fondos, estos depósitos siempre son intentos de eludir, en todo o en parte, el pago a los respectivos tesoros públicos de los impuestos que deberían devengar sus propietarios.

El mismo Reino Unido, que hasta hace poco formaba parte de la Unión Europea, tiene en su seno determinadas áreas donde la imposición es escasa o nula. Algunas zonas del territorio, como las Isla Jersey o la de Man —por no hablar de la atípica población de Gibraltar—, funcionan como paraísos fiscales, aunque forman parte del Reino Unido y, por tanto, sometidos a las leyes británicas

Es evidente que los gobiernos que controlan el mundo —el denominado G20—, no han tenido voluntad hasta ahora de acabar con los paraísos fiscales. Los poderes económicos no lo han permitido, ya que la existencia de estos paraísos garantiza la supervivencia de muchas grandes corporaciones y de enormes fortunas procedentes del poder económico o del político.Ha habido un primer acuerdo en el buen camino, con el establecimiento de un mínimo de un 15% en el impuesto de sociedades. Pero la tarea es ingente. Tenemos que seguir insistiendo en que los evasores dejen de ser anónimos, se conozcan todos los países que facilitan estos subterfugios y se dicten leyes que obliguen a todas las entidades financieras a facilitar la información sobre cuentas y titulares.

Clínicamente probado

Campsis radicans. Enredadera de trompeta

La publicidad nos tiene acostumbrados a recibir mensajes que pretenden darnos certezas sobre la calidad de los productos que se publicitan. Suelen ser mensajes cortos, que apelan a nuestros conocimientos previos para convencernos de que el producto en cuestión es bueno para nosotros. 

En los últimos años se publicitan numerosos productos alimenticios o cosméticos que llevan explicita la expresión “clínicamente probado”. Con esta coletilla se pretende convencernos de que el producto que se nos oferta ha pasado el control de la medicina —la clínica es el ejercicio práctico de la medicina relacionado con la observación directa de los pacientes y con su tratamiento — y por lo tanto goza del aval de la ciencia médica. Es decir que los médicos han testado el producto y han concluido que es bueno para el fin al que va destinado.

Esta afirmación adolece, como mínimo, de una falta de precisión, que desvirtúa en gran medida el mensaje. No se nos dice quien o quienes han testado el producto ni los resultados que han obtenido. Nada se afirma sobre que los resultados obtenidos, si realmente se ha testado el producto, sean los que publicita la empresa fabricante.

Frente a esta publicidad tenemos que posicionarnos de una manera crítica. Primero deberíamos saber —podría figurar en el prospecto interior— qué médicos han probado el producto, con qué pacientes y en qué condiciones. Por otro lado, deberíamos conocer los resultados de la prueba, que pueden haber sido negativos, en cuyo caso demostrarían la inutilidad de lo que se publicita.

Es evidente que los consumidores no podemos tener los conocimientos necesarios para decidir sobre la veracidad de todos y cada uno de los productos que se nos ofertan. Pero también es cierto que hay una cierta experiencia global previa sobre lo ya conocido que puede ayudar en la decisión.

Tenemos una cierta pulsión hacia la novedad. Casi nos han convencido de que todo lo nuevo es bueno y mejor que lo previo. Pero debemos ser cautos ante lo que se nos ofrece. No todo lo publicitado como clínicamente probado ha pasado por el filtro de la medicina.

Saber o no saber

Acanto. Acanthus mollis

Estamos viviendo una época en la que hay escaso respeto por el conocimiento ajeno y en el que se confunde conocimiento con opinión. Conocimiento es saber, estar instruido en algo, y opinión es juicio o valoración que se forma una persona respecto de algo o de alguien.

Estábamos convencidos de que, con la llegada de la democracia, el conocimiento se difundiría sin cortapisas y los ciudadanos podríamos acceder libremente a él. Se llegó a afirmar —y se sigue afirmando— que el conocimiento nos haría más libres. La generalización de las Tecnologías de la Información y el Conocimiento (TIC) nos convenció de que la época del saber había llegado y se impondría sobre la de la opinión.

Sin embargo, nos aguardaban sorpresas negativas en el camino de la verdad. En la década de los ochenta del pasado siglo, ya Isaac Asimov —prolífico autor de obras de ciencia ficción, historia y divulgación científica —avisó de un defecto que por entonces empezaba a verse con cierta frecuencia: en nombre de la libertad de expresión nos estaban convenciendo de que «mi ignorancia es tan buena como tu conocimiento».

Con el paso de los años, dicha afirmación se ha extendido. Sorprendentemente, vemos a diario como científicos y profesionales de la medicina tienen que salir a desmentir las expresiones que algunos llamados «influencers», que difunden por las redes sociales sus opiniones —que no sus conocimientos— sobre temas tales como la pandemia o las vacunas, aportando como único mérito el tener cientos de miles de seguidores.

Ante esta situación, ¿qué podríamos hacer? Evidentemente, la prohibición de expresar esas opiniones no es una opción. Ya en un articulo anterior mencionábamos que, si bien todos los votos valen en democracia, todas las opiniones no tienen el mismo valor y no todas las opiniones son respetables. Pero que solo en muy determinados casos —defensa del racismo, de la xenofobia, del genocidio, de la pederastia, etc. —sería ilegal expresarlas.

Entonces ¿es sensato permitir que las mentiras conformen nuestras opiniones? En nombre de la libertad de expresión ¿debemos permanecer inermes cuando alguien difunda noticias falsas? Como ciudadanos libres que viven en democracia debemos expresar, ante todo aquel que quiera oírnos, nuestra repugnancia y rechazo ante aquellos que niegan la verdad científicamente demostrada, que ignoran el conocimiento y nos quieren inculcar sus opiniones ajenas al conocimiento sólidamente basado.

No es mucho. Pero permanecer impasibles es aún menos.