Precariado

Barba de viejo. Urospermum picroides

En el pasado el trabajo era entendido, básicamente, como una forma de ganarse la vida. Se realizaba una labor para una empresa —o para si mismo, los autónomos— por la que se percibía una retribución, que habitualmente bastaba para vivir.

Esta forma de entender el trabajo ha cambiado sustancialmente en los últimos años. La globalización y la gestión de esta —en beneficio de las entidades financieras y de las multinacionales— ha condicionado grandes cambios en el mercado laboral. Estas modificaciones de las condiciones de trabajo han provocado un incremento del paro y una menor calidad y retribución de los puestos de trabajo, produciendo un cierto disconfort en los trabajadores, que se siente alienados.

El investigador británico Guy Standing ha acuñado el termino precariado para denominar a estos nuevos trabajadores, a los que considera como una nueva clase social emergente. Para Standing, la precariedad supone sufrir la inseguridad laboral —falta de un trabajo decente o con derechos laborales dignos—, la inseguridad de identidad y la falta de control del tiempo de vida, lo que dificulta —si no imposibilita— la posibilidad de establecer una planificación vital. 

Una novedad importante de esta nueva clase social es que en ella están incluidos jóvenes educados, muchos de ellos sobrecualificados, que trabajan —o intentan trabajar— en ocupaciones relacionadas con el conocimiento, cada vez mas frecuentes, trabajos creativos, intelectuales, y que gozan de un cierto prestigio social.

Conscientes de su precaria situación, algunos de estos trabajadores intentan mejorar su empleabilidad rebajando las pretensiones económicas o trabajando durante más horas, de manera que resulten más rentables, adaptándose a lo que sus empleadores exigen. Esto hace que presten menos atención a las horas de trabajo y a la remuneración, y mas a la gratificación de la labor a realizar. En esta situación encuentran dificultades para diferenciar el trabajo del ocio, y a plantearse su realización exclusivamente en el trabajo. Es decir, cayendo en lo que algunos autores han llamado autoexplotación.

Ante esta tremenda realidad, Standing considera que «los dirigentes políticos deben hacer reformas sociales ambiciosas con el fin de garantizar la seguridad económica y financiera como un derecho». Considera que, si los políticos no toman las decisiones necesarias, es muy posible que surjan «movimientos sociales cargados de ira y violencia», y que nazcan y/o crezcan los partidos políticos de extrema derecha.

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Innovación crítica

Acacia farnesiana. Acacia

Hace ya algunos años que a las conocidas siglas de I+D —Investigación y Desarrollo— se le añadió una i minúscula —I+D+i—, letra que tardamos algún tiempo en saber que significaba Innovación.

Hay palabras que gozan de una gran aceptación social, aunque a veces no se tenga una clara idea de su significado. Una de estas palabras es innovación. Su invocación produce una fascinación, que no siempre esta debidamente justificada, aunque es evidente que su práctica ha producido una ingente cantidad de avances que hemos de valorar como muy positivos.

El desarrollo científico y tecnológico ha aumentado extraordinariamente nuestra capacidad de satisfacer nuestras necesidades, pero parece que esta formidable capacidad nos ha llevado a situaciones que nos están provocando serios problemas, que afectan a nuestra calidad de vida. A titulo de ejemplo, véanse algunas de las consecuencias que la actuación del hombre ha provocado —cambio climático, contaminación ambiental, islas de plástico en los océanos, etc.—, que son también, no hay que olvidarlo, consecuencias de la innovación.

En contra de la opinión generalizada, la innovación no siempre es positiva. La creencia de que una idea es necesariamente mejor por el mero hecho de ser más reciente es falsa. Este afán de novedades —las marcas comerciales conocen bien el atractivo del vocablo «nuevo»— no siempre se acompaña de un adecuado conocimiento del fin que se persigue con la innovación.

Una muestra de esta falta de crítica sobre la «siempre beneficiosa» innovación la tenemos en la aparición de nuevos ámbitos de deliberación política. La promesa de que las redes sociales iban a mejorar la calidad de las democracias, facilitando el acceso de los individuos al conocimiento de la actividad política, y de su participación en dichas actividades, se ha demostrado falaz. No es solo la existencia de las tremendamente difundidas «fake news» —mentiras—, sino que la enorme sobreexposición a las informaciones esta dificultando la necesaria reflexión sobre ellas, así como estimulando reacciones emotivas que poco contribuyen al necesario debate racional.

La ciencia y el conocimiento gozan de una aceleración que es tremendamente productiva. Por ello se hace más necesario que nunca una reflexión critica, que nos permita orientar los fines que su gran capacidad transformadora persigue. Si no corremos el riesgo de ser engullidos por nuestras creaciones.

Felicidad y dicha

Plectranthus caninus

Desde Aristóteles hasta nuestros días pocos conceptos han ocupado más páginas en las obras filosóficas y literarias que la felicidad, cuya consecución se ha considerado como el único fin de la existencia humana. Ser feliz ha sido el deseo de todos los hombres de todas las épocas. 

Para los filósofos clásicos la felicidad requería de tales condiciones que, prácticamente, alcanzarla era una utopía imposible de conseguir. La llegada del cristianismo supuso una explicación a esta imposibilidad. Según la religión cristiana —“mi reino no es de este mundo”— el hombre debía esperar a la otra vida para alcanzar la felicidad.

El Renacimiento, como es sabido, puso al hombre en el centro. Los filósofos de la época la definían como un deleite del cuerpo y el alma que se busca continuamente pero que, como concepto absoluto, era prácticamente inalcanzable.

A mediados del siglo XVIII los filósofos de la Ilustración redefinieron el concepto de felicidad, planteándola como un derecho individual, alcanzable en este mundo como consecuencia de la practica de la libertad individual, con el único limite de la libertad de los demás hombres. Según este enfoque, la consecución de la felicidad sería una obligación de los Estados para con sus ciudadanos. 

A pesar de la progresiva instauración de medidas encaminadas a su consecución, las encuestas demuestran que el grado de insatisfacción de la ciudadanía es muy alto. Y como muestra de ello véase la inmensa producción de cursos, seminarios y libros cuya pretensión es enseñar a los seres humanos a ser felices.

En la inmensa mayoría de estas propuestas formativas subyace una redefinición del concepto. Ahora se nos plantea la felicidad no como un concepto absoluto, sino relacionado con nuestra vida real. Se trata de lo que se ha venido en llamar “la felicidad de las pequeñas cosas”.

Esta aparentemente novedosa propuesta ya fue planteada hace más de 400 años. Girolamo Cardano, médico, filósofo y enciclopedista del siglo XVI, también estudio el concepto de felicidad. Entre sus numerosos libros destaca uno titulado Mi vida, una especie de autobiografía en la que expresó lo que él deseaba para su vida. Ante la imposibilidad de conseguir el absoluto que es la felicidad, optó por proponer un concepto relativo, al que denominó dicha, entendida ésta como el fruto de vivir la vida gozosa y libremente.  

En su libro describió algunos de los componentes de lo que, para él, constituían la dicha: «El reposo, la tranquilidad, la templanza, el orden, la risa, los espectáculos, el trato con los demás, la contención, el sueño, los paseos, la meditación, la crianza de los hijos, el cariño de la familia, el matrimonio, la memoria bien ordenada de nuestro pasado, las audiciones musicales, el recreo de la mirada, la libertad, el dominio de sí, los perrillos, la práctica de alguna habilidad que dominamos bien; y elegir un lugar para vivir, porque las tierras cobijan hombres dichosos, no los hacen».

“Nihil novum sub sole” —nada nuevo bajo el sol—, que parece que dijo el rey Salomón.

Cardo de Maria. Silybum marianum

Educación en 2021

Granado. Punica granatum

En los últimos años hay una cierta preocupación en la comunicad educativa acerca de la calidad y el tipo de educación que se imparte en las aulas españolas.

El denominado informe PISA, organizado por la OCDE, mide periódicamente los conocimientos en matemáticas, ciencias y lectura de los alumnos de 15 años.  Discutible como muchos sistemas de medición social, es evidente que sus resultados se valoran por más de 60 países como indicadores de la calidad de la educación que reciben los alumnos y de su nivel de aprendizaje.

Por parte de las autoridades administrativas se están proponiendo reformas que permitan mejorar los resultados obtenidos por España, y ante estas propuestas se alzan voces que expresan la preocupación por estos cambios.

Con respecto a los cambios a realizar, algunos expertos educativos postulan que los conocimientos no son verdaderamente importantes y que lo único que necesitan los estudiantes es desarrollar todas las habilidades emocionales que les permitan ser empáticos, receptivos y solidarios. Lo importante es la habilidad y la predisposición, y la memoria —en opinión de estos expertos— sirve de poco, al igual que la lectura.

Otros se inclinan por afirmar que los conocimientos son imprescindibles para poder producir nuevos conocimientos y, por tanto, que cuantos más conocimientos tengan los alumnos —científicos, humanísticos, técnicos— mas capacidad tendrán de crear conocimientos novedosos.

Andreas Schleiter, padre del informe PISA, es Director para la Educación y Habilidades y Consejero Especial para Políticas Educativas del Secretario General de la OCDE en París. Este experto, en sus sugerencias para España ante la reforma educativa, piensa que hay que pasar de un modelo basado en saber repetir contenidos a otro en que los alumnos den sentido a lo que saben y sepan aplicar sus conocimientos.

Para Schleicher los alumnos deben aprender menos cosas, pero de manera más profunda. Según él, el mayor éxito de la escuela es dar a los jóvenes estrategias y actitudes para que cada día puedan aprender, y puedan también desaprender y reaprender cuando el contexto cambie.

 Estos cambios están afectando al profesorado y a los padres de los alumnos. Algunos de los primeros muestran su temor a nuevas formas y conceptos a los que no están acostumbrados y para los que no se sienten formados. Muchos padres se muestran inquietos porque sus hijos van a dejar de aprender lo que solía ser importante para ellos, y ven que empiezan a aprender cosas que ya no entienden.

Es evidente que el mundo en el que vivimos está cambiando, y a gran velocidad. Educar en este entorno cambiante no es tarea fácil. Esperemos que esta aparente contradicción entre conocimientos y habilidades se resuelva en la adecuada síntesis.

Granado. Punica granatum

¿Pagar menos impuestos?

Foto: Roble australiano (Gravillea robusta)

En las sociedades occidentales se ha impuesto una asociación de ideas que no es novedosa. Los partidos denominados de la derecha propugnan reducir los impuestos y los de la llamada izquierda propugnan mantenerlos o aumentarlos. Esta asociación se ha mantenido durante años, y ciertamente, la mayoría de los partidos eran consecuentes —aunque no siempre— con estas propuestas cuando alcanzaban el poder.

Casi nunca se explicaban con claridad las consecuencias de estos aumentos o disminuciones de impuestos, pero es evidente que la mayoría de los ciudadanos se sentían —se sienten— más identificados con su reducción que con su aumento. Por ello las propuestas de rebaja han gozado siempre de un gran predicamento.

Pero ha llegado la pandemia y, para sostener la economía, los estados de todo el mundo se han visto obligados a gastar ingentes cantidades de dinero si no querían quedarse sin empresas y casi sin ciudadanos. La catástrofe sanitaria ha hecho más pobres a los ya pobres y, sorprendentemente, mas ricos a los ya muy ricos. Según Oxfam Intermón, el 86% de los milmillonarios del planeta son hoy más ricos que hace un año y las 23 principales fortunas de España vieron aumentar en 2020 el valor de su riqueza en un 33%.

El enorme gasto de los estados ha condicionado un no menos enorme déficit y, ante esta situación, estamos asistiendo a un hecho que está trastocando totalmente los planteamientos tradicionales que se mencionaban al principio de este articulo. Los miembros del G7 —los países más ricos—, junto con la ONU y el FMI, han propuesto algo insólito en la historia reciente: que las personas más ricas paguen más y que el impuesto de sociedades se eleve en todos los países desarrollados. 

Hasta el presidente norteamericano —miembro del G7—, en contra de la opinión de su predecesor, ha propuesto un incremento del impuesto de sociedades hasta el 21-28% en todos los países del mundo, que finalmente ha quedado en un 15% en la propuesta del G7. Asimismo, el propio Biden ha propuesto, y el G7 ha hecho suya la iniciativa, que las grandes empresas tecnológicas paguen sus impuestos en aquellos países donde generen sus ganancias. 

De prosperar estas iniciativas —cosa que no es fácil— sería cada vez mas difícil la existencia de esos lugares que, al cobrar menos impuestos, hacen una competencia de dudosa lealtad a los demás países de su entorno, los llamados paraísos fiscales —véase el caso de Irlanda u Holanda en Europa—.

No han faltado voces que se han elevado acusando de comunistas a los proponentes de estos cambios. Pero es obvio que ni USA ni los países del G7 o el G20 son países comunistas. Pareciera que por primera vez son conscientes de que, para salvar a sus respectivos países, hay que disponer de más dinero, y este solo puede provenir de los impuestos.

Estos novedosos planteamientos quizás deberían hacernos reflexionar sobre el valor de los impuestos y su significado en el siglo XXI.

Foto: Arvejon (Lathyrus climenum)

Comida a domicilio en 2021

Punica granatum

La pandemia ha transformado numerosos aspectos de nuestra vida y está propiciando cambios en actividades que parecen, en principio, ajenas a esta realidad.

Uno de los aspectos que ha cambiado significativamente es el del consumo de comida a domicilio. Las dificultades de los restaurantes y bares convencionales para llenar sus establecimientos, por las limitaciones de seguridad a las que la pandemia obliga, ha condicionado un importante crecimiento del servicio de comidas a domicilio. Buena parte de los restaurantes ofrecen este servicio, y las grandes cadenas de distribución — Glovo, Uber Eats o Deliveroo— han experimentado un auge en sus pedidos, que se ha incrementado un 60% en el año 2020.

Este incremento de la demanda ha hecho que las grandes distribuidoras vean negocio no solo en distribuir la comida que elaboran otros, sino que han visto la posibilidad de incrementar sus ganancias produciendo ellos mismos las comidas para repartir. Asimismo, dada la rentabilidad del negocio, han aparecido nuevas empresas que se encargan de hacer las dos tareas, cocinar y repartir. Y otras, también nuevas, se dedican solo a repartir las comidas que elaboran otros.

Esta necesidad de incrementar la elaboración de comida para consumo en domicilio ha condicionado la aparición de lo que algunos periodistas han dado en llamar «cocinas fantasma». Un local se acondiciona solo para cocina, o se utilizan las cocinas de restaurantes que han cerrado, o las de restaurantes que ceden a un tercero parte del espacio de que disponen en su cocina para elaborar comidas para domicilio. 

El tradicional servicio de comidas a domicilio tenía siempre detrás el respaldo de un establecimiento abierto al publico, a donde acudir en caso de reclamación, ya que el transportista es un mero intermediario que no puede responder de la calidad y elaboración de la comida recibida.

Estas «cocinas fantasma» son un negocio tan legal en principio como cualquier otro. Sin embargo, hay constancia de que están apareciendo algunas cocinas que, por no estar abiertas al publico, no disponen de la pertinente autorización y/o se desconoce si cumplen las normas de seguridad a las que están obligados este tipo de establecimientos.

Quizás deberíamos plantearnos, a la hora de pedir comida a domicilio, hacer los pedidos solo a establecimientos que tengan un local abierto al publico, o que pertenezcan a empresas acreditadas.

Hablar y chatear

Polygala myrtifolia

En los últimos años estamos asistiendo a una autentica revolución en lo que a comunicación con otras personas se refiere. Según los datos del Informe «La Sociedad Digital en España» de 2018 —de la Fundación Telefónica— el número diario de mensajes instantáneos —Whatsapp y similares— es casi el doble del de llamadas telefónicas, hecho especialmente importante entre el sector mas joven de la población, en los que el uso de la mensajería supera el 90% de las conexiones con amigos y familiares.

Hasta no hace muchos años la forma mas habitual de comunicarse era la llamada telefónica. Esta forma ha quedado desbancada por los mensajes escritos y, mas recientemente, por los mensajes de voz. Y, aunque en el último año —por la pandemia— las videollamadas han experimentado un importante crecimiento, no han desbancado a los mensajes escritos como forma de relacionarse.

Nicholas Epley —profesor de Ciencias del Comportamiento en la Universidad de Chicago— es uno de los investigadores que ha estudiado este fenómeno. De sus investigaciones se deduce que, a pesar de que la mayoría de los encuestados prefieren el mensaje escrito, reconocen que oír la voz del interlocutor les hace sentir mas conectados y comprendidos. Preguntados entonces sobre el por qué de la preferencia del mensaje escrito, la mayoría respondían que la llamada les iba a hacer sentir incomodos; aunque una vez realizada la llamada reconocían no haberse sentido molestos.

Estos investigadores, en otro experimento realizado a continuación del anterior, estudiaron si añadir imágenes a la llamada —videollamada— suponía alguna diferencia. Los sujetos participantes en el estudio no se sintieron más conectados cuando veían la imagen de su interlocutor que cuando solo hablaban con él. Así pues, la sensación de conexión no parecía provenir de poder ver a la otra persona, sino de escuchar su voz.

No están claros los motivos de esta prevención a las llamadas entre los ciudadanos, especialmente los más jóvenes. La psicología apunta a una posible autoestima baja o a una inseguridad, ya que la llamada es menos previsible que el mensaje escrito. Apuntan a que quizás, al hablar por teléfono, no van a saber responder o no van a tener tiempo para elaborar una respuesta que se considere adecuada.

Los psicólogos saben que el 70% de la emoción de una persona se transmite a través de la expresión de la cara y el cuerpo, y que la voz es más cálida que el mensaje escrito. Así que, ¿qué esperamos para hacer esa llamada o encontrarnos con esa persona?

Trabajadores esenciales

Asteroidea

En 2017 publicamos un articulo titulado Meritocracia. En él hablábamos de la dificultad de definir lo que consideramos mérito y de la necesidad de consensuar las cualidades que deben poseer aquellas personas a las que la sociedad les concede el mayor valor social.

Siendo esto así, parece que no hay acuerdo en definir lo que es valor social y se tiende a equipararlo a valor económico. La globalización, el pensamiento neoliberal y la tecnocracia se han aliado para que la mayoría de los ciudadanos valoren más a aquellos que alcanzan las mayores retribuciones. Y esas personas y actividades logran las mayores retribuciones porque los ciudadanos le dan el mayor valor a la labor que realizan. 

Así, para la mayoría, una persona, un colectivo, una profesión, tiene mayor valor social si gana mucho dinero, si tienen gran valor económico. Empresarios, ejecutivos, artistas, deportistas, “famosos” de todo tipo, gozan de mayor valoración social porque sus ingresos son altos. La mayoría de los trabajos —y los ciudadanos que los desarrollan— quedan en un plano muy inferior porque su nivel económico es medio o bajo.

Si se preguntara a cualquier ciudadano cual debe ser la primera preocupación de nuestros gobernantes, muy probablemente la mayoría contestaría que la consecución del bien común. Pero el bien común es el beneficio para la sociedad en su conjunto, no solo para algunos individuos. El bien común es el valor social, y la mayoría —si no todos— de los que ocupan los niveles más altos de valoración por la sociedad no suelen tener como ocupación fundamental alcanzar el bien común.

En este largo tiempo de pandemia hemos visto que, para sobrevivir como colectividad, la mayoría de los roles más valorados por la sociedad no nos han servido de mucho. Sin personal sanitario, trabajadores industriales, agricultores, repartidores, mozos de almacén, dependientes, camioneros, y un largo etcétera de personas que han seguido trabajando a pesar del grave riesgo que corrían, nuestra vida hubiera sido muy difícil y todo el país se hubiera paralizado. 

Es paradójico que estas personas, habitualmente poco valoradas por la sociedad, y que no suelen estar bien pagados, ahora ha resultado que son trabajadores esenciales.

Quizás deberíamos reflexionar sobre nuestra escala de valores.

Arvejón. Lathyrus clymenum

Infoxicación

Polygala myrthifolia

Si buscamos en el diccionario la palabra infoxicación no la encontraremos, pero seguro que ya saben de donde surge: de información e intoxicación.

Diariamente, y por todos los medios conocidos, nos llegan cientos —o miles— de informaciones, procedentes de numerosas fuentes. Producidas por el vecino del quinto o, supuestamente, por un premio Nobel, recibimos opiniones, sean expresión o no del conocimiento, basados en la realidad o no, y dotadas aparentemente con el mismo nivel de fiabilidad.

Sin embargo, como ya comentamos en un anterior articulo, no todas las opiniones son respetables. Las hay basadas en la realidad, en el conocimiento cierto de las cosas, en la ciencia, y las hay que tienen como única base la opinión de una persona que —con frecuencia— carece de ninguna base para decir lo que dice.

Dentro de los emisores de opiniones por las redes hay una especie que esta alcanzando un importante papel ante los crédulos ciudadanos. Son los denominados «influencers» personas que, sin encomendarse ni a dios ni al diablo, hablan sobre los temas mas dispares, siendo seguidos por centenares de miles de seguidores. Quieren emular a los comunicadores científicos, cuya solida formación los hace más fiables, pero que lamentablemente no gozan de tanta difusión en los medios.

Los bulos y mentiras que circulan han alcanzado tal nivel, que han tenido que surgir organismos y personas, cuya función es estudiar la base de las noticias que circulan y discernir si son verdad o mentira. Sirvan de ejemplo el portal «maldita.es» o la denominada «Gata de Schrödinger» que luchan por discernir lo verdadero de lo falso de lo que circula por las redes sociales. Incluso algunos programas de radio tienen secciones dedicadas a separar el grano de la paja, para así informar a sus escuchantes.

Contra esta plaga la única manera de luchar es aprender a discernir, desarrollar el pensamiento crítico. Y esta importante tarea debe comenzar en los colegios, dotando a los estudiantes de una cultura científica mínima, de una actitud critica que les impulse a contrastar la información y a detectar los mitos y timos seudocientíficos.

En un mundo de sobreinformación, la información verdadera tiene a quedar sepultada por ingentes cantidades de información falsa. Las redes están llenas de ruido, de interferencias que pervierten la comunicación. Y los humanos somos victimas del sesgo de confirmación, es decir, tenemos tendencia a creernos aquello que confirma nuestras ideas.

Contrarrestar la infoxicación que nos invade es difícil, pero no imposible. Si no podemos comprobar todo lo que nos llega, al menos si podemos evitar contribuir a su difusión. Reenviar o no una supuesta información sí depende de nosotros y es fácil. Basta con no darle al botón de reenviar.

Lathyrus clymenum

¿Adiós a la propiedad?

Foto: Astromeria

En los últimos años estamos observando que los hábitos de consumo de la sociedad están cambiando. Incluso en España, país en que la cultura imperante era la basada en la propiedad, las nuevas formas están penetrando a un ritmo acelerado.

En todos los sectores de edad, pero especialmente entre los mas jóvenes, se está imponiendo el tenerlo todo y no poseer nada. Las cosas ahora ya no se compran ni se guardan en casa: se alquilan. Es como si la acumulación de propiedades —para un sector creciente de la población— ya no sea un símbolo de éxito.

Esta afirmación, que puede parecer exagerada, es una realidad que se va imponiendo progresivamente. La irrupción de las plataformas digitales está cambiando el modo de acceder a multitud de bienes y servicios, y una cantidad progresivamente creciente de personas en todo el mundo practican el alquiler, suscripción o pago por acceso para poder utilizarlos.

No sabemos si esto está ocurriendo por un menor interés en la propiedad, por una mayor conciencia medio ambiental — apuesta por la economía circular, el reciclaje y la reutilización — o es debido a la necesidad, dadas las precarias condiciones económicas que una gran parte de la población padece.

En la actualidad se alquilan sobre todo viviendas y coches. Pero el fenómeno se ha extendido a más productos y servicios: ropa, oficinas, licencias de software, música, libros, herramientas de bricolaje, muebles y electrodomésticos, motos, patinetes, piscinas, terrazas, trasteros o joyas. Todo lo que podamos imaginar se puede alquilar o usar mediante una suscripción; y si aún no están disponibles, lo estarán muy pronto.

Aunque, como ya hemos dicho, la mayoría de los usuarios de esta nueva economía son los jóvenes, poco a poco la van utilizando personas de más edad. Una demostración de ello es que —en nuestro país— en los últimos tres años estas transacciones han crecido un 466%, pasando de suponer el 0,3% del PIB en 2017 al 1,4% en 2020.

Esta tendencia de convertir productos en servicios parece irreversible. Pero este cambio afecta de modo importante al modelo económico en el que nos movemos. El paso del comprar, usar y tirar, al usar mediante un alquiler tiene —según los expertos— un carácter deflacionista y puede precarizar —aún más— el mercado laboral. Y en este contexto, las empresas tradicionales tienen que hacer un enorme esfuerzo para adaptarse rápidamente a estas nuevas formas de consumo, lo que no siempre va a ser posible.

En esta nueva situación, los gobiernos deben apresurarse a regular en profundidad esta nueva economía para preservar los derechos de los ciudadanos, cuyo bienestar es la responsabilidad última de la política.