Estado del Bienestar

Prácticamente todos los ciudadanos de la Europa Occidental viven en países que se han dotado de lo que llamamos Estado del Bienestar. Gozan de una serie de prestaciones por parte del estado que facilitan su vida 

Pero esto no siempre fue así. Hasta que no finalizó la Segunda Guerra Mundial, los ciudadanos —en los pocos países que eran ciudadanos y no súbditos— gozaban de aquellos bienes y servicios que podían costearse, quedando fuera del sistema aquellos que no tenían suficiente dinero para pagarlos. Aún hoy en día quedan algunos países —Estados Unidos de Norteamérica entre ellos— y partidos políticos que siguen fieles a la ideología liberal que, si bien propugna la igualdad de oportunidades, deja los resultados en manos del individuo y del mercado.

Los cambios políticos que se produjeron en Europa al finalizar la Segunda Guerra Mundial estuvieron inspirados, en lo social, en las propuestas de un documento que apareció en el Reino Unido en 1908, llamado «Minority Report», obra —entre otros autores— del matrimonio formado por Beatrice y Sidney Web.

En este informe, de forma contraria a los principios que constituían el Estado Liberal dominante en aquellos años, aparecía la noción de que el bienestar básico de la ciudadanía era responsabilidad del gobierno y de que este estaba obligado a garantizar un nivel de vida mínimo a cada ciudadano por el mero hecho de serlo, en caso de que el individuo no pudiese obtenerlo por sí mismo.

Beatrice y Sidney Web hablaban de un «Estado administrador» que gestionara un sistema de atención pública que se ocupase del ciudadano desde su nacimiento hasta su muerte. El sistema que se proponía debería garantizar a cada ciudadano, independientemente de su clase o sexo, un estándar mínimo de vida, que incluyera «una alimentación suficiente y una formación adecuada en la infancia, un salario adecuado mientras se esté en condiciones de trabajar, atención médica en caso de enfermedad y unas ganancias modestas pero aseguradas para la invalidez y para los ancianos». Había nacido la idea del Estado del Bienestar, que sus autores hacían totalmente compatible con la libertad de mercado y con la democracia.

El documento abogaba por que el Estado asumiera un número cada vez mayor de servicios, que serían administrados por expertos, apoyados por una administración pública fuerte.

La aparición del informe fue una autentica revolución de la ciencia política y de la sociología. De hecho, este informe fue el que inspiró a Lord Beveridge a formular su proyecto de «Welfare State» —Estado del Bienestar— británico, que dio lugar al nacimiento del «National Health Service» —Servicio Nacional de Salud—, que garantizaba a partir de 1947 la asistencia sanitaria gratuita para todos los ciudadanos del Reino Unido, modelo que ha sido seguido por la mayoría de los estados democráticos occidentales en Europa, incluida España.

No han transcurrido todavía 100 años desde la instauración de este Estado del Bienestar, y ya hay voces que propugnan su liquidación y sustitución por sistemas privados —de salud, de pensiones, etc.—, invitándonos a retroceder 100 años en nuestra evolución como sociedad.

Sería bueno recordar estos hechos para valorar lo que tenemos y no dejarnos embaucar por cantos de sirena.


Imagen: Echeveria setosa

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¿Pagar menos impuestos?

Foto: Roble australiano (Gravillea robusta)

En las sociedades occidentales se ha impuesto una asociación de ideas que no es novedosa. Los partidos denominados de la derecha propugnan reducir los impuestos y los de la llamada izquierda propugnan mantenerlos o aumentarlos. Esta asociación se ha mantenido durante años, y ciertamente, la mayoría de los partidos eran consecuentes —aunque no siempre— con estas propuestas cuando alcanzaban el poder.

Casi nunca se explicaban con claridad las consecuencias de estos aumentos o disminuciones de impuestos, pero es evidente que la mayoría de los ciudadanos se sentían —se sienten— más identificados con su reducción que con su aumento. Por ello las propuestas de rebaja han gozado siempre de un gran predicamento.

Pero ha llegado la pandemia y, para sostener la economía, los estados de todo el mundo se han visto obligados a gastar ingentes cantidades de dinero si no querían quedarse sin empresas y casi sin ciudadanos. La catástrofe sanitaria ha hecho más pobres a los ya pobres y, sorprendentemente, mas ricos a los ya muy ricos. Según Oxfam Intermón, el 86% de los milmillonarios del planeta son hoy más ricos que hace un año y las 23 principales fortunas de España vieron aumentar en 2020 el valor de su riqueza en un 33%.

El enorme gasto de los estados ha condicionado un no menos enorme déficit y, ante esta situación, estamos asistiendo a un hecho que está trastocando totalmente los planteamientos tradicionales que se mencionaban al principio de este articulo. Los miembros del G7 —los países más ricos—, junto con la ONU y el FMI, han propuesto algo insólito en la historia reciente: que las personas más ricas paguen más y que el impuesto de sociedades se eleve en todos los países desarrollados. 

Hasta el presidente norteamericano —miembro del G7—, en contra de la opinión de su predecesor, ha propuesto un incremento del impuesto de sociedades hasta el 21-28% en todos los países del mundo, que finalmente ha quedado en un 15% en la propuesta del G7. Asimismo, el propio Biden ha propuesto, y el G7 ha hecho suya la iniciativa, que las grandes empresas tecnológicas paguen sus impuestos en aquellos países donde generen sus ganancias. 

De prosperar estas iniciativas —cosa que no es fácil— sería cada vez mas difícil la existencia de esos lugares que, al cobrar menos impuestos, hacen una competencia de dudosa lealtad a los demás países de su entorno, los llamados paraísos fiscales —véase el caso de Irlanda u Holanda en Europa—.

No han faltado voces que se han elevado acusando de comunistas a los proponentes de estos cambios. Pero es obvio que ni USA ni los países del G7 o el G20 son países comunistas. Pareciera que por primera vez son conscientes de que, para salvar a sus respectivos países, hay que disponer de más dinero, y este solo puede provenir de los impuestos.

Estos novedosos planteamientos quizás deberían hacernos reflexionar sobre el valor de los impuestos y su significado en el siglo XXI.

Foto: Arvejon (Lathyrus climenum)

Hecho diferencial

Una de las expresiones que recordamos de Jordi Pujol —presunto delincuente, ya que aún no ha sido condenado en firme— es la de «hay que respetar el hecho diferencial de Cataluña», petición que realizaba en sus numerosas presencias públicas

Si hemos de interpretar lo que se reclamaba tenemos que recurrir a explicar que es ser diferente. Se dice que una cosa es diferente cuando es diversa, distinta, cuando no es parecida, cuando tiene cualidades particulares. En este sentido es claro que Cataluña es diferente de otras partes de España. Y lo es porque tiene características que le son propias y que no ostentan otras partes del Estado.

Pero no es la única que tiene cualidades diferentes. Todas las comunidades humanas tienen particularidades que son diferentes a las de otras comunidades, peculiaridades que posee cualquier territorio o colectividad, que le son propias, y que lo hacen diferente —en mayor o menor medida— a otros espacios del entorno.

Por otro lado, es público y notorio que en Cataluña se viven, utilizan y ostentan todas sus peculiaridades con total libertad. Lengua, usos y costumbres propias son practicadas en todo su territorio sin que nada ni nadie les impida su realización y manifestación.

Entonces ¿qué quería decir el señor Pujol con lo del hecho diferencial? Para explicarlo quizás podamos recurrir a lo que ocurre con los individuos o los pueblos. Aunque el tema es complejo, en aras de la brevedad que impone un artículo de este tipo, intentaremos simplificarlo.

Hay individuos o pueblos cuyas características o peculiaridades —económicas, sociales, políticas— están objetivamente en situación de inferioridad a las de otros pueblos o individuos. Pero generalmente éstos no reclaman su diferencia. No quieren ser considerados diferentes. Muy al contrario, quisieran ser como los otros, iguales a los que están en mejor situación que ellos.

Entonces ¿qué diferencias reclamaba el expresidente? Cuando se pide reconocimiento para la diferencia, con frecuencia subyace un sentimiento de superioridad que no se quiere hacer explicito. Se reclama ser considerado diferente para que se valore la diferencia como preeminencia. Y este sentimiento se define políticamente como supremacismo, la doctrina que mantiene la superioridad de unos pueblos con respecto a otros.

Sería bueno que nos aclararan lo que se pretende al reclamar el hecho diferencial.

Relatos

En los últimos meses estamos asistiendo al uso frecuente del término relato por parte de los comentaristas políticos. Han sucedido —están sucediendo— numerosos acontecimientos en la vida política del país que se acumulan y hacen difícil conservar la memoria de todos y, mucho menos, hacer un análisis de estos.

Se nos dice que, conscientes de esta realidad, parece que los protagonistas de los distintos partidos se dedican a estructurar un relato ordenado de lo sucedido para que los ciudadanos sepamos lo que ha ocurrido y de quien es la responsabilidad. Según este esquema, se trataría de conseguir el voto para aquel/aquellos que consigan tener un mejor relato de los hechos.

El relato es una narración estructurada en la que se representan sucesos mediante el lenguaje. Esto nos permite conocer los hechos que se narran. El relato se crea y transmite mediante el lenguaje oral y escrito, y para que podamos considerarlo como tal se necesitan tres partes: quien relata, qué relata y quien recibe la información.

En el caso que nos ocupa es evidente que el que relata es el político, que se refiere a aspectos de interés para su candidatura. La clave del tema es lo que se relata: el relato no implica necesariamente que los hechos narrados sean expresión de la realidad. De hecho, la mayor parte de los relatos suelen ser ficcionales —relativos a la ficción—, haciendo referencia a hechos irreales total o parcialmente.

Tradicionalmente en la dialéctica política se hablaba de propuestas concretas a realizar por parte del político o partido en cuestión —lo que se denomina programa político—, para que el ciudadano —receptor de la información— eligiera entre las distintas opciones. Parece que ahora, sin eludir estos contenidos, se hace hincapié sobre todo en la construcción de la narración —el relato— de los hechos que supuestamente han ocurrido. Y en dicha elaboración es evidente que es difícil sustraerse a la tentación de realzar los aspectos de interés para el/los candidatos y eludir aquellos más negativos o desagradables. O sea, sustituir total o parcialmente la realidad por ficciones agradables al oído del ciudadano.

Raros tiempos estos en los que la ficción —con frecuencia interesante— no complementa a la realidad, sino que la sustituye.

Calidad democrática

En un articulo anterior hablábamos de democracias y dictaduras y decíamos que la democracia se hace efectiva a través de una serie de acciones, que adoptan unas determinadas formas —aspectos formales de la democracia— bajo el que subyace el fundamento democrático, que es el ejercicio del poder por los ciudadanos.

Con notables excepciones en América y algún país en Asia, las democracias más asentadas están en Europa, siendo el democrático un sistema de gobierno al que se han incorporado en los últimos años varios países de lo que durante 70 años se denominó la URSS.

Pero el concepto democracia no es simple. Está compuesto por numerosos elementos que, a su vez, pueden existir en un determinado grado. Y ello permite apellidarla —democracias avanzadas, incipientes, formales, etc.— y establecer grados. Parece que tanto en la cantidad de requisitos como en la intensidad o amplitud con que se cumplan cada uno de ellos, se pueden establecer niveles de democracia. Es lo que podríamos llamar calidad democrática.

Tanto es así que, desde hace algunos años, se vienen estableciendo por diferente organismos clasificaciones de calidad democrática. Aunque se parte de la base de que todos los países incluidos pueden ser calificados de democracias, el grado e intensidad de las libertades y derechos de los ciudadanos son diferentes entre ellos. En todos estos estados los ciudadanos eligen a sus gobernantes, pero la práctica gubernamental no siempre —ni en todos los aspectos— se adecua a los estándares democráticos. Y ello está ocurriendo en la vieja y democrática Europa, en algunos de cuyos países no se respetan adecuadamente los derechos de todos sus ciudadanos.

Consciente de esta realidad, la Unión Europea (UE) ha propuesto la creación de un mecanismo de vigilancia que frene el deterioro de las libertades y del Estado de Derecho detectado en algunos de sus países miembros. Se trata de un Pacto de Calidad Democrática que aspira a imponer una disciplina similar a la que ha logrado el Pacto de Estabilidad y Crecimiento en el terreno presupuestario.

El nuevo instrumento, basado en la revisión periódica de parámetros como la independencia judicial o la seguridad jurídica, será una revisión periódica de unos países a otros sobre la situación del Estado de Derecho en cada uno de ellos. Al principio la participación de los estados será voluntaria y las conclusiones servirán para iniciar un dialogo político con aquellos países donde se detecten insuficiencias en el respeto a los valores fundamentales de la UE.

El reconocimiento de estas carencias en Europa y en pleno siglo XXI nos debe mover a reflexión. Se esta dando ante nuestros ojos un hecho sorprendente y doloroso: el pueblo soberano elige a un gobierno que, con sus decisiones, limita las libertades de sus ciudadanos. ¡Menuda paradoja!

La leal oposición

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Los ingleses utilizan, desde hace unos dos siglos, la denominación “leal oposición” —Muy Leal Oposición de Su Majestad es el término correcto— para referirse a los partidos de la oposición, especialmente a aquel que, sin ostentar el gobierno, es el mayoritario.

El término pretende indicar que los partidos que no gobiernan pueden oponerse a las actuaciones del gobierno, que es aquel que ha obtenido un mayor número de escaños en la cámara legislativa y que, por tanto, es el que ostenta el poder legítimo. Y que esta oposición se realiza manteniendo la fidelidad —la lealtad— a la fuente de poder que es el propio gobierno. Esta concepción facilita el correcto funcionamiento de la democracia, ya que la oposición se puede oponer a las decisiones gubernamentales sin por ello ser acusada de traidora, y a la par guardar la debida lealtad al gobierno legítimamente elegido.

Esta denominación se utiliza en ciencia política para referirse a la oposición como «una fuerza política que, en un contexto pluralista, participa de la acción del poder, verificando su regularidad, discutiendo sus orientaciones e influyendo en sus decisiones a través del ejercicio de las distintas formas de control», en lugar de una «relación polémica entre grupos que tienden a excluirse o anularse recíprocamente».

En nuestro país, desde que accedimos a la democracia, parece que se ha instalado únicamente esta última concepción. Las sucesivas oposiciones que se han sucedido, con mayor o menor intensidad, han actuado con un sentido maniqueo de la acción política estableciendo que, por definición, ninguna de las medidas tomadas por el gobierno de turno es acertada.

Siendo esto malo, en los últimos años estamos asistiendo a una escalada en la que no solo se descalifica toda acción de gobierno, sino que se hace en un tono y unas formas cada vez mas cercanas a la grosería y a la zafiedad, llegándose a discutir la legitimidad de las decisiones gubernamentales.

Esta forma de entender la oposición —que podríamos llamar «desleal oposición»— está produciendo un progresivo alejamiento de la ciudadanía de la acción política, y de sus legítimos portavoces —los partidos—. Estos ciudadanos desencantados pueden ser presa fácil de los «salvapatrias» que se ofrecen para “solucionar” el problema. Quizás sea hora de que la mesura sea una cualidad que se incorpore a la acción política.

El camino a la oclocracia

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En un articulo anterior decíamos que la democracia —gobierno del pueblo—puede degenerar en oclocracia —gobierno de la muchedumbre—. Y que pueblo y muchedumbre no eran la misma cosa. Pueblo sería el conjunto de ciudadanos que queda simplificado en una unidad, como cuerpo único con voluntad única. mientras que el concepto de muchedumbre —masa, multitud— no participa de esa unidad y mantiene su naturaleza múltiple.

También apuntábamos el posible mecanismo por el que la voluntad libre e informada expresada por el pueblo podría convertirse en oclocracia, es decir, cuando se desnaturaliza la voluntad general y ésta se convierte en la expresión masiva de la voluntad de unos pocos y no de la población general.

¿Y cual es este mecanismo? Utilizando la demagogia, o sea, mediante el «empleo de halagos, falsas promesas que son populares pero difíciles de cumplir y otros procedimientos similares para convencer al pueblo y convertirlo en instrumento de la propia ambición política».

La demagogia sólo tiene en cuenta de una forma superficial y burda los reales intereses del país. Para los demagogos la conquista del poder está dirigida al mantenimiento de un poder personal o de grupo, y para ello se apela a emociones irracionales mediante estrategias como la promoción de discriminaciones, fanatismos y sentimientos nacionalistas exacerbados; el fomento de miedos e inquietudes irracionales; a la creación de deseos injustificados o inalcanzables. Se busca conseguir el apoyo popular mediante el uso de la oratoria, la retórica y el control de la población. Y para ello es fundamental apropiarse —servirse—de los medios de comunicación y de los servicios de educación con el fin de utilizar la desinformación como sustento de sus propuestas. Se empieza cuestionando la legalidad de las leyes y después se pasa a la no aceptación de aquellas que no convienen a los intereses de los demagogos —al pueblo dicen los que detentan el poder— para alcanzar la oclocracia.

Desde Rousseau, ilustres pensadores han informado sobre este permanente peligro para la democracia popular. Nos han señalado el interés de los oclócratas que ejercen el poder para hacer degenerar la democracia en oclocracia, con el objetivo de mantener su poder de forma inmoral, buscando una falsa legitimidad en el sector más ignorante de la sociedad, hacia el cual vuelcan todos sus esfuerzos propagandísticos y manipuladores.

No será porque no nos han advertido.

Oclocracias

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Sabido es que democracia es el ejercicio del poder por el pueblo. Pues oclocracia es el gobierno de la muchedumbre o de la plebe. Aparentemente son conceptos similares, pero no lo son en absoluto.

Oclocracia es un termino introducido en la Grecia Clásica para designar a una forma de gobierno que es expresión de la degeneración de la democracia. Según su introductor las tres formas clásicas de gobierno —democracia, monarquía y aristocracia— pueden degenerar en otras formas —oclocracia, tiranía y oligarquía— que ya no serían legítimas.

Aunque todos tenemos una idea mas o menos clara de lo que es pueblo y muchedumbre, no es fácil conceptualizarlos. Las definiciones académicas —conjunto de personas de un lugar, región o país y abundancia y multitud de personas o cosas— no nos sirven a la hora de establecer que es políticamente hablando el pueblo y la muchedumbre.

Podríamos decir que, en democracia, pueblo es el conjunto de los ciudadanos que, en el ejercicio libre e informado de sus derechos, legitima el poder del estado, delegando en unos pocos el poder soberano que posee. Sin embargo, la muchedumbre —la masa— sería un agente que a la hora de abordar los asuntos políticos presenta una voluntad confusa, no juiciosa o irracional —quizás viciada—, por lo que carece de capacidad de autogobierno, es decir, que no conservaría los requisitos necesarios para ser considerada como pueblo.

¿Y como se produce el paso de pueblo a muchedumbre? Según Rousseau esto ocurre cuando se desnaturaliza la voluntad general, que deja de ser general tan pronto como comienza a presentar vicios en sí misma, encarnando los intereses de algunos pocos y no de la población en general, pudiendo tratarse ésta, en última instancia, de una voluntad de todos o voluntad de la mayoría, pero no de una voluntad general.

El tema es complejo y merecerá otros artículos, pero recientemente hemos asistido a elecciones en democracias —unas reales y otras aparentes— donde la demagogia parece haber conseguido la degeneración —ya anunciada por los griegos— de las democracias en oclocracias. Y ya hay quien anuncia el fin de la democracia liberal tal como la entendíamos hasta ahora. Habrá que estar vigilantes.

El chocolate del loro

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Esta conocida expresión —de la que desconozco si hay versiones en otros idiomas— hace referencia a aquella situación en la que, necesitando ahorrar, se incide solo en los pequeños gastos y se obvia reducir los grandes gastos, que muy probablemente serán los mayores responsables de la comprometida situación económica que obliga al ahorro.

Esta frase suele usarse con frecuencia en el entorno de la política económica, por parte de los que detentan el poder, para argumentar que reducir en esas pequeñas partidas tiene poca utilidad para disminuir el gasto, y reducir en las grandes partidas —que sí tendrían repercusión para rebajar el déficit— no es posible, porque si no, no se podrían atender a las necesidades reales de los ciudadanos.

Aunque este argumento parece ser aceptado por la mayoría de los ciudadanos, otros muchos se interrogan al respecto, sobre todo por la ética —y estética— de tal razonamiento. Unos se preguntan si no serán muchos los loros que reciben chocolate —no siendo un alimento necesario para ellos— y otros dudan que sea preciso dar chocolate a los loros —léase dietas, tarjetas de crédito, comidas, etc.—, considerándolo un derroche. Aún otros se preguntan si con el dinero dedicado al chocolate de los loros no se podría dar de comer a muchos mas gorriones, por poner un ejemplo.

Es evidente que el gasto público lo conforman, en su inmensa mayoría, partidas estrictamente necesarias para mantener el estado del bienestar. Educación, sanidad, pensiones, dependencia, etc., son las grandes magnitudes económicas en las que se hace muy difícil, por no decir imposible reducir, siendo un clamor popular que hay que aumentarlas. Pero junto a estas, existen otras partidas que son las que se engloban en el epígrafe “el chocolate del loro”, que son percibidas por buena parte de la ciudadanía como un gasto innecesario, como un despilfarro, perfectamente reducibles o incluso anulables, sin que por ello sufriera el servicio publico.

Esto no quiere decir que con la disminución-anulación de estos gastos se solucionen los grandes y graves problemas económicos. Pero sin duda contribuiría y, sobre todo, haría mas tolerables al ciudadano los sacrificios que se le piden.

Meritocracia

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Meritocracia es aquel sistema de gobierno en que los puestos de responsabilidad se adjudican en función de los méritos personales. Esta definición goza de aceptación generalizada, al menos en los países occidentales. Casi todos están de acuerdo en que aquellos que gocen de autoridad lo hagan en función de unos méritos demostrables.

Esto es tan así que en la Constitución Española figura consagrado este principio en su artículo 103, en el que se establece que el acceso a la función pública se hará de acuerdo con los principios de mérito y capacidad. Como todo principio general necesita ser definido y desarrollado para pasar de ser un concepto abstracto a una realidad que conforme nuestro sistema de gobierno.

Pero es a la hora de concretar donde desaparece el consenso que expresábamos al principio. Si nos adentramos en el significado de la palabra mérito, la situación se complejiza. En su primera acepción, mérito es la acción que hace al hombre digno de premio o de castigo. En este sentido habría méritos positivos y méritos negativos. Más en línea con lo que generalmente se acepta como mérito estaría la segunda acepción: el resultado de las buenas acciones que hacen digna de aprecio a una persona. La tercera acepción —aquello que hace que tengan valor las cosas— hace más referencia a los objetos que a las personas, por lo que la dejaremos aparte.

Como vemos el mérito precisa de concreción, ya que es una palabra polisémica. Se necesita definir qué vamos a entender como mérito en cada uno de los campos en que queramos utilizarlo. Alguien debe definir qué cualidades de las personas van a ser consideradas méritos para alcanzar un puesto de responsabilidad en la sociedad. Esas cualidades deben ser públicas y aceptables por los candidatos a los puestos. Y también deben ser aceptables y aceptadas con el conjunto de la ciudadanía.

No parece tarea fácil. A veces no se tiene claro quién debe definir los méritos. Otras veces no se cree que las cualidades definidas como tales sean realmente méritos. Y con más frecuencia no se acepta que las personas elegidas en función de esos méritos los tengan en realidad.

Se necesita un consenso social sobre este tema. Y total transparencia en el proceso. Una sociedad tiene que tener la certeza de que los que la dirigen son los más capacitados para hacerlo. Y aún se está muy lejos de ello.