
Sabía que había sido una niña porque se lo dijo el detective privado.
—Efectivamente, como usted me había encargado, encontramos a Alina Antonescu. Aunque había cambiado de domicilio, en el que usted me dio sabían de ella. La ciudad no es muy grande y una emigrante que retornaba embarazada no era fácil que escapara a los cotilleos.
—¿Y…?
—Siguiendo sus instrucciones no hemos contactado con ella. Tuvo una niña, a la que puso de nombre Fresa. La madre y la niña están bien. La señora ha puesto una tienda de ropa. Averiguar su situación económica ha sido más complicado. Ha habido que actuar de manera discreta con el director del banco… usted ya sabe… lo digo por los honorarios.
—¡Vale, Vale! — intervino Raúl tenso e impaciente — Ya sabe usted que el dinero no es problema.
—Alina conserva en su cuenta la mayor parte del dinero que usted le dio y, según los ingresos y gastos mensuales, la tienda le da para vivir y mantener a la niña.
Raúl sacó del bolsillo interior de su americana un abultado sobre y se lo entregó al detective.
—Cuéntelo—, casi ordenó.
El detective echo una ojeada al interior del sobre y, tras guardarlo en un cajón de su mesa, se levantó.
—No es necesario, don Raúl. Ha sido un placer trabajar para usted —dijo tendiéndole la mano —. Y, además, me ha permitido conocer Rumanía. Por cierto… —
Raúl no dejó que terminara la frase. Estrechó la mano tendida a modo de despedida y salió a la calle.
Nunca le había gustado Madrid. Y ahora, con Trinidad ingresada, sus viajes a la capital eran aún más desagradables. Las visitas a su mujer se movían entre el dolor de verla convertida en una estatua de sal, inexpresiva, tan lejos de aquella Trinidad que llevó al altar, y la de sentirse culpable ¿en parte? ¿en todo? de su actual estado mental.
Tenía previsto visitar a su mujer y regresar esa misma noche a Sevilla, donde cogería el coche y regresaría a Lepe. Levantó la mano para llamar la atención del taxista y, tras acomodarse en el asiento trasero, masculló:
—A la Clínica El Paraíso, al final de Goya.
Durante el recorrido no pudo evitar que su mente volara a otro tiempo. Parecía mentira, pero apenas había transcurrido un año.
Acababa de hacer un ingreso en el BBVA y se lo topó al salir. Alejandro se dedicaba también al cultivo de la fresa y, aunque competidor al principio, habían desarrollado una cierta amistad al ver que había para todos.
—¿Qué tienes que hacer? —dijo Alejandro— Quiero enseñarte el nuevo sistema de riego que he instalado. ¡Estos judíos son la leche! Son capaces de regar una hectárea con un buche de agua.
—¡Ya será menos! Pero me coges con tiempo, así que vamos a verlo.
La finca de Alejandro no estaba lejos, pero en el sentido opuesto a aquel en el que Raúl tenía todas sus propiedades. Estaban en pleno proceso de plantación de la fresa y decenas de temporeros se inclinaban sobre los lomos de plástico negro. Alejandro llevó a Raúl al casetón donde estaba el control del sistema de riego, además de unos rudimentarios servicios para los trabajadores.
Al intentar entrar, Raúl cedió el paso a una mujer que salía en ese momento. Mil veces que le hubiesen preguntado, mil veces que hubiese respondido lo mismo. Fueron sus ojos, grandes, grises, casi blancos, los que se le clavaron como una saeta en lo más profundo de su ser.
No pudo evitar volverse para verla, pero ya caminaba hacia el tajo. Pudo ver algunos de sus mechones rubios que salían del pañuelo atado a la cabeza y poco más. Una amplia camisa de cuadros roja, un pantalón sucio y unas botas de agua completaban su atuendo.
—Fíjate el consumo, Raúl, apenas llega a…— peroraba Alejandro, intentando impactar a su invitado.
Pero Raúl ya no estaba. Aquellos ojos parecían haberlo cegado y solo veía aquel fulgor gris, al que ahora añadía una perfectamente ovalada cara, apenas intuida.
Trinidad López de Enterría miraba a su marido, que ojeaba desganadamente el periódico. Sentada en la terraza de la plaza, recibiendo el tibio sol del mediodía, a ella le pareció un buen momento para abordar de nuevo el tema.
—He hablado con Juanita, la de Alejandro. El mes que viene viajan a Rusia para el primer contacto con el niño.
Raúl levantó los ojos hacia su mujer con la misma desgana que leía el diario.
—Pero Trinidad, ¡otra vez con la misma! Ya lo hemos hablado muchas veces. Solo llevamos tres años casados y aún somos jóvenes. La adopción es un tema complicado. El ginecólogo ya nos dijo que siguiéramos intentándolo. Aparentemente no hay ninguna razón para que no tengamos hijos.
Trinidad hubiera querido decir que los niños eran importantes, pero que lo mas importante para ella, en ese momento, era él, y que veía como cada vez estaba más lejos. Hija de Adolfo, un acaudalado agricultor, su madre había fallecido al poco de nacer ella y su padre, que no volvió a casarse, apenas le dedicó tiempo. Tras unos meses de luto, Adolfo empezó a viajar con frecuencia, por negocios decía. Pero Trinidad luego comprendió que eran otras mujeres las que lo ocupaban, además de sus múltiples negocios. Ella creció al cuidado de una tía, ya muy mayor, y siempre echó de menos las caricias de su padre.
Era una mujer muy hermosa. A los veinte años habían aflorado ya todas las promesas que encerraba su juventud. Su cabeza, con pelo negro como el azabache, ojos grandes, azules, brillando en una cara de ovalo perfecto y cutis inmaculado, emergía de un cuerpo escultural de mediana estatura.
A pesar de ello Trinidad nunca se sintió segura de sí misma. Aunque no se podía afirmar que fuera una mujer triste, siempre había un punto de tristeza en sus ojos que delataban un animo tendente a la melancolía.
Tuvo varios pretendientes, que nunca parecieron bien a Adolfo. —Eres mi hija y no te vas a casar con cualquiera— le repetía ante cada posible candidato. Efectivamente era la hija de un rico propietario y cualquier aspirante no era bueno para su hija. Además, solo tenía veintiún años y todavía había tiempo.
Y en esto llegó Raúl. Para Adolfo, éste aportaba casi las mismas propiedades que él tenía y, además, la mayor parte de las fincas eran colindantes con las suyas, por lo que era un buen candidato a priori. Trinidad sabía que era un buen partido y mas de una mujer del pueblo se hubiese sentido afortunada si él le hubiese propuesto matrimonio.
El muchacho era guapo y agradable, si bien algo reservado. Trinidad pronto empezó a recibir lo que nunca había tenido: cariño y dedicación. Y acabo perdidamente enamorada de él. Durante el noviazgo, que duró un año, la visitaba casi a diario y salían con frecuencia, eso sí, siempre acompañadas por la carabina de su tía que, afortunadamente, casi no se enteraba de nada, especialmente si estaba degustando una taza o un helado de chocolate — según la época— que le encantaban.
La boda fue una de las mas sonadas de la comarca. Suegro y novio tenían posibles y los contrayentes eran dos hermosas criaturas. No faltó nadie. Y aquella noche durmieron en un hotel de la costa.
Raúl era hombre experimentado en mujeres y Trinidad era virgen. De forma habilidosa fue desmontando el pudor y las resistencias de la muchacha y la noche de bodas fue inolvidable para Trinidad.
Tras la boda el carácter de Trinidad cambió, mostrándose más alegre y sonriendo con frecuencia.
Raúl se daba cuenta de que su cabeza se iba demasiadas veces a los ojos de aquella mujer que apenas entrevió en la finca de Alejandro, aunque sus numerosas ocupaciones no le permitían pensar mucho en ello. Además, periódicamente, visitaba un prestigioso y discreto burdel de Huelva, donde satisfacía las fantasías que no se atrevía a pedir a su mujer, quizás porque pensaba que no eran propias de una mujer decente.
Aquella mañana de domingo acompañó a Trinidad a la iglesia. No era hombre de misas, pero su mujer se lo había pedido y él accedió gustoso.
—¡Ven conmigo Raúl! —le había dicho por la mañana— que parezco viuda. Nunca me acompañas.
Raúl la quería. A su manera, pero la quería. Aún continuaba enamorado de ella, pero de una manera mas templada, quizás fruto del tiempo transcurrido.
En la iglesia ocuparon los asientos pegados al pasillo central y allí, a la mitad de la misa, un escalofrió le recorrió la espina dorsal. En la fila de personas que regresaban de la comunión la volvió a ver. Vestía una falda algo corta, que permitían ver buena parte de sus hermosas piernas, un top que silueteaba a la perfección su proporcionado pecho. Pudo admirar el intenso color rubio de sus pelos, aunque solo pudo intuir sus ojos, inclinados hacia el suelo en señal de respeto.
El resto de la misa se le hizo insoportable. No sabía por que, pero se agitaba en su asiento, como si una legión de pulgas lo atacaran. En cuanto el sacerdote dio la venia, le susurró a su mujer.
—Me estoy mareando un poco, te espero a la salida.
Salió al pasillo y escruto sin discreción a derecha e izquierda buscándola y, ya casi al final, se encontró con aquellos ojos que le habían impactado pocas semanas antes. Ella también lo miro y sus miradas se cruzaron. Raúl noto que su corazón se aceleraba, pero tuvo que volver a la realidad. La gente se agolpaba tras él para salir y tuvo que ceder el paso. Cuando miro de nuevo a donde ella estaba, ya había desaparecido.
Trinidad llegó a su altura.
—¿Salimos? ¿Estas mejor?
Dominando su agitación Raúl respondió.
—Si, gracias. Ya estoy mejor. ¿Nos vamos?
Trinidad se asió al brazo de su marido y emprendieron el camino de la plaza, donde habían quedado con unos amigos para tomar una copa.
Los días siguientes fueron tensos para Raúl. Aunque el trabajo le ocupaba la mayor parte del día, la imagen de aquella mujer se aparecía con una frecuencia cada vez mayor ante sus ojos.
Aquella mañana se encontró con Alejandro y no se pudo aguantar.
—Alejandro, necesito hablar contigo. Tu prácticamente has terminado la siembra y a mi aun me queda un buen rato. Me gustaría que, si tu no los necesitas, me pasaras a algunos de tus jornaleros.
—Sin problema Raúl. Efectivamente al final de esta semana pensaba ir al gestor para despedir a la mayoría.
—Pues si no te importa el sábado me paso por tu finca, vemos cuantos necesito y tu ya me dices cuales son los mas trabajadores para contratarlos.
No quería que se le notara, pero estuvo especialmente inquieto hasta el sábado. Llegado el día se acercó con su encargado, un cincuentón de nombre Mariano, a la finca de Alejandro, que había reunido a su personal.
—Mira, te he puesto en un papel el nombre de los mas apañados. Hay hombres y mujeres, porque hay tías que valen mas que algunos hombres. La mayoría son rumanos y hay algunos marroquíes. Negros no tengo, ya sabes que no me gustan.
Raúl se dirigió al grupo, que permanecía en las cercanías del barracón que les servía de dormitorio y fue nombrando uno a uno. Al mencionar el nombre de Alina Antonescu emergió de detrás del grupo la mujer que ocupaba su mente desde hacia semanas. Raúl no pudo disimular su satisfacción. No había tenido que hacer más indagaciones. Lo que el venía a buscar, afortunadamente, había aparecido pronto.
—Estos que he nombrado, si queréis, podéis seguir trabajando conmigo, en la misma tarea. Las condiciones son las mismas que hasta ahora. ¿Alguno o alguna no esta de acuerdo?
Ante la general negativa prosiguió.
—El lunes a primera hora os llegáis a la gestoría y allí os estará esperando Mariano, mi encargado. Cuando firméis los contratos él os llevará y os instalará en la finca.
Para Raúl la necesidad de ver a Alina se convirtió en una obsesión. Prácticamente cada día, para sorpresa del encargado, encontraba una excusa para visitar la finca y comprobar in situ las labores de siembra. Interrogaba a los jornaleros del tajo sobre la tarea que estaban realizando, y no desaprovechaba ocasión de acercarse y preguntar algo a la muchacha, que levantaba sus adorables ojos para responderle en un español progresivamente más entendible.
La siembra finalizaba y había que despedir a la mayoría, a la espera de la recolecta.
—Yo creo que deberíamos quedarnos con alguno, para ayudar aquí en la finca, mientras que empieza la cosecha. Así nos evitamos tener que empezar desde cero cuando llegue enero —dijo Raúl a un Mariano sorprendido—. No pongas esa cara. A tu mujer seguro que le viene bien una ayuda en el trajín de la casa.
Mariano conocía a su jefe desde siempre. Lo había visto nacer. Y conocía sus habilidades y debilidades. Pero nunca había visto lo que empezaba a intuir. Había sido testigo de las idas y venidas del joven y empezaba a sospechar que aquellas visitas no estaban condicionadas por el trabajo, que él controlaba perfectamente, sino por la presencia de aquella muchacha rumana, Alina, a la que tenía que reconocer era muy atractiva, a pesar de la fea ropa de labranza que usaba habitualmente.
—Tu dirás con quienes nos quedamos. Pero para la casa tendría que ser una mujer —dijo, adivinando los deseos de Raúl.
—Si, claro. Para ayudar a tu mujer tiene que ser una chica—. Mariano enarcó las cejas, como adivinando lo que iba a decir a continuación —¿Que te parece la chica rumana esa, como se llama? — Raúl intentaba disimular la tensión que lo embargaba.
—Alina …—dijo Mariano para aliviar a su jefe— Alina Antonescu se llama. Es buena chica y muy trabajadora.
—Eso es, Alina. No me acordaba —Raúl respiró aliviado — Pero quizás estaría mejor que se mudara a la casa. El dormitorio de los jornaleros no es muy cómodo y, además, así estaría más cerca de tu mujer y de sus nuevas tareas.
Mariano dudó si decirlo, pero al final se decidió.
—Como tu mandes Raúl. Nadie mejor que tú sabe lo que le interesa. Pero debes tener cuidado. Un hombre se debe a sus compromisos. Y los tuyos ya los sabes.
Raúl, cegado por la emoción, no quiso —o no supo— entender sus palabras.
—Si Mariano, de acuerdo. Encárgate tu de todo. Voy a hablar con ella para explicárselo.
Las visitas de Raúl a la finca siguieron en las semanas siguientes. Alina había cambiado la ropa de trabajo en el campo por una mas adecuada a las tareas de la casa, lo que permitía contemplar su belleza con plenitud. Raúl charlaba con ella casi a diario y, poco a poco, la chica empezó a enamorarse de aquel hombre guapo y simpático, que la colmaba de atenciones.
La primera vez que la invitó a dar un paseo por la finca en el todoterreno quiso resistirse. Pero las palabras del hombre la sedujeron. Y recorrieron la finca, con un Raúl exultante, que le contaba encantado las características de los distintos cultivos.
Mariano y su mujer, cuando llegaba el dueño, se inventaban una excusa para no estar presentes en la casa. Siempre había labores que hacer en la finca, pero fuera de la casa. El carácter dulce de la chica y su trabajo hizo que también Mariano y su mujer fueran encariñándose con Alina. Además, la pareja no había tenido hijos y, sin apenas darse cuenta, la joven empezó a ocupar poco a poco ese espacio, para ellos desconocido.
Una mañana, en uno de los paseos, Raúl se acercó por detrás y, enlazándola suavemente por la cintura, la besó con dulzura. Alina, ya perdidamente enamorada, respondió a aquel beso que la llenaba de felicidad.
Roto el dique, las aguas se desbordaron, dando comienzo a una tórrida relación, en la que Raúl vivía solo para Alina.
La frecuente presencia de Raúl en la finca y sus paseos con la rumana pronto fueron pasto de los comentarios, primero de los otros empleados de la finca y luego de los que acudían a la hacienda por motivos laborales. Empezado el proceso, pronto llegarían las murmuraciones al pueblo y quizás, pensó Raúl, a su mujer. La historia de amor entre un adinerado propietario y una trabajadora rumana era lo suficientemente atractiva como para no poder frenarla. Había que pensar algo que detuviera el cotilleo.
Raúl estuvo varios días dándole vueltas al asunto hasta que se atrevió a confesárselo a Alina.
—La gente ya empieza a hablar más de la cuenta de nosotros y pronto, queramos o no, llegará a los oídos de mi mujer. Nunca te he engañado, Alina. Te quiero con locura, pero sabes que, hoy por hoy, no puedo romper mi matrimonio con Trinidad. Hay demasiadas cosas en juego, y no sólo dinero. Su salud también es un problema.
Alina lo miró con aquellos ojos grises que lo tenían cautivado desde que la conoció, en esta ocasión algo turbios por el llanto.
—Lo entiendo. Tu te debes a tu mujer. Yo ya sabía que esto no podía durar para siempre. Dejaremos de vernos.
Raúl, aterrado, casi le gritó.
—¡No, no quiero que dejemos de vernos! ¡No podría vivir sin ti! Tenemos que encontrar otra solución.
Alina lo miraba sin comprender.
—¡No se que otra cosa podríamos hacer!
Raúl la abrazó con fuerza, acariciándole el cabello con dulzura.
—He pensado algo que quizás te extrañe, pero que podría ser la solución. Le he dado muchas vueltas y creo que es lo mejor para todos —Alina seguía mirándolo sin entender—. Una mujer casada, que vive con su marido, no está tan sujeta a las murmuraciones.
Los maravillosos ojos de Alina pasaron del llanto a la sorpresa.
—¿Qué quieres decir?
—Que, si tú estuvieras casada y vivieras con tu marido en esta finca, como ya hacen otras parejas, no habría nada que criticar. Nosotros seguiríamos nuestra relación con discreción y acabaríamos con las murmuraciones.
—¡Pero! …— se atrevió a balbucear la muchacha.
—He pensado en todo Alina, en todo menos en perderte. ¿Conoces a Anastas, a Anastas Apostolov?
—Sí, claro. Trabaja en la finca y es un buen compañero. ¿Por qué?
—No digas nada hasta que termine. Sé que es extraño lo que voy a proponerte, y duro para los dos, pero no estoy dispuesto a perderte ¿lo estas tú?
Las lagrimas asomaron de nuevo a los ojos de Alina, que negó enérgicamente con la cabeza.
—Anastas trabaja como temporero en la finca y es una buena persona. Todos lo dicen y hasta tú coincides en ello. Además, es soltero. Lo he sondeado y le he ofrecido un contrato de trabajo fijo y una buena cantidad de dinero, que le ingresaría en una cuenta en Rumanía, de la que podría disponer dentro de un año. Como condición tendría que casarse contigo, vivir juntos y garantizarme que te respetaría siempre. Esto nos daría un margen de tiempo hasta ver otras posibilidades. Todo menos dejar lo nuestro.
Alina no salía de su asombro. ¡Casarse con Anastas, cuando ella a quien quería era a Raúl! Las dudas que pudiera expresar Alina fueron acalladas con un largo beso de Raúl.
—Yo tampoco quiero verte casada con otro hombre. Pero sé que Anastas te respetará. Sabe que soy capaz de matarlo si se atreve a ponerte una mano encima.
Fueron necesarias muchas mas explicaciones por parte de Raúl, pero la ceguera de su amor fue diluyendo los reparos. Le aterraba la idea de perderlo y el matrimonio propuesto, a pesar de todo, se antojaba más llevadero que no volver a gozar de sus caricias.
La ceremonia fue muy comentada en Lepe. Raúl se encargó de todo y echó el resto para que todo el pueblo viera como “la rumana” se casaba con “el rumano” y aparentaban estar muy enamorados. Tras la ceremonia, su chofer se encargó de llevar a la pareja a un hotel de Sevilla, donde se habían reservado previamente dos habitaciones. Tras dos días en la ciudad de la Giralda, la pareja fue llevada de nuevo a la finca, donde se instalaron en un pequeño apartamento que se había hecho en uno de los pabellones de los obreros.
Anastas se reincorporó a sus labores en el campo y Alina a las de la casa. El tiempo confirmó que Anastas cumplía su compromiso y Alina y Raúl reanudaron sus relaciones, ahora con mucha mas discreción que en el pasado.
El tiempo y afecto que Raúl le dedicaba empezó a declinar muy lentamente al año de la boda, y ya habían pasado mas de tres años. Al principio, Trinidad se lo achacó al trabajo. Su padre había enfermado y tenía dificultades para llevar sus negocios, empresas que ella sabía que acabarían siendo suyas, siendo hija única como era. Adolfo fue dejando el control de sus empresas poco a poco en manos de Raúl, aunque no la propiedad. Ello sobrecargó de trabajo a su marido, que ya estaba menos tiempo con ella y le dedicaba menos atención.
Por otro lado, el tiempo pasaba y no se quedaba embarazada y ella pensó que esto también influiría en la actitud de su marido. Se sintió culpable hasta que el ginecólogo, tras estudiar a la pareja, les informo de que no había ningún problema, que quizás fuera el estrés, por lo que no había razones para la preocupación.
Trinidad era conocedora de que Raúl había tenido muchas aventuras antes del matrimonio y tenía la certeza —¿quería tenerla? — de que tras el matrimonio le había sido fiel. Pero en los últimos meses empezó a pensar que no era así, que su marido tenía alguna aventura. El sexo se espaciaba y los pocos ratos que estaban juntos lo notaba distante. Esto hizo que empezaran a emerger en ella la tristeza y los celos.
Primero fueron dudas difusas, pero empezó a hacerse preguntas. No podía entender que obligaciones perentorias obligaban a Raúl a ir casi todos los días a la finca, cosa que no había hecho antes. Quizás, pensaba, no iba a la finca y se iba a otro sitio, con otra mujer. La tristeza fue creciendo, hasta el punto de consultar con su médico, que la diagnosticó de depresión y puso en tratamiento.
Pero ella pensaba que la tristeza no se arreglaría con pastillas, ella estaba convencida de que era por su marido. La amargura y los celos de Trinidad fueron creciendo. Su educación le impedía montar follones, pero la sospecha era cada vez mas firme, por lo que se decidió a aclarar la situación.
—Raúl, me gustaría que me llevaras un día de estos a La Trinidad. Hace tiempo que no veo a Mariano y a su mujer, Luisa, y me apetecería saludarlos y charlar un rato con ellos.
Aunque no le gustó la petición, Raúl acepto porque sabia del afecto mutuo que se profesaban la pareja y su mujer, y además no encontró excusa para negarse. Así, una tarde la llevó a la finca.
Los caseros se alegraron sinceramente al ver a Trinidad. La conocían desde niña, si bien la relación fue mas intensa tras su matrimonio con Raúl. Aunque la pareja fue la que atendió a la señora, Alina fue la encargada de servir el café tras la comida.
Atenta como estaba a todas las reacciones de su marido, Trinidad pudo percibir con nitidez aquella mirada que se dirigieron su marido y aquella muchacha de ojos grises. Aunque fue fugaz, supo que aquella mirada nunca se la había dirigido su marido a ella, que el breve encuentro de los ojos encerraba un amor que ella ya no poseía. Y tuvo la certeza de que aquella chica era la que le había robado el amor de su marido.
A la hora de la despedida Trinidad intentó de forma discreta sonsacar a Luisa. Pero sus labios, al igual que los de su marido, estaban sellados por su fidelidad a Raúl y el temor a sus represalias.
La situación de Trinidad siguió empeorando. A pesar del tratamiento del psiquiatra —al que se había decidido a ir tras meses de llanto y angustia— su estado de ánimo era cada vez peor. Apenas salía de casa, se desconectó de las escasas relaciones que tenía en el pueblo y los celos fueron carcomiendo su espíritu. Raúl evitaba estar con ella: llegaba tarde y, cuando lo hacía, las escasas palabras eran sobre temas intrascendentes. Cuando Trinidad intentaba aclarar la situación se encontraba con un mutismo absoluto y, en algunos casos, con la marcha de su marido a la calle con cualquier excusa.
La situación era cada vez más difícil. Aunque mantenían un mínimo de apariencia ante el pueblo, de puertas adentro la comunicación había cesado y hacía meses que dormían en habitaciones separadas. Y Trinidad decidió que aquello no podía seguir así, sacando determinación de donde solo había dolor, se dijo a si misma que pasara lo que pasara, aquello no iba a seguir así. Ella tomaría medidas para que la situación no siguiera como hasta entonces. Y se puso a la tarea.
Era noviembre y, aunque suave, el frio ya se había instalado. Raúl, como en los años previos, había iniciado en octubre sus escapadas de caza cada vez que el trabajo se lo permitía. En el pasado, Trinidad lo había acompañado en alguna ocasión en una actividad que le gustaba. Había aprendido a manejar la escopeta con su padre y conocía bien las artes de la caza.
Aquel viernes, al regresar su marido a casa, ya bien entrada la noche, le había dicho.
—Mañana salgo a cazar. No me esperes. Vendré tarde.
—¿Con quien vas?
—Voy solo. Alejandro iba a venir, pero me acaba de llamar diciendo que no puede.
Trinidad dudó un instante, pero enseguida reaccionó.
—Si quieres te acompaño. Si vas a La Trinidad puedo ir contigo y así no estas tan solo. Sabes que me manejo bien y que no te estorbaré.
Raúl reprimió la mueca de desagrado que esbozaba su rostro. No sabía que responder. No le apetecía la idea, pero por otro lado era una oportunidad de darle una pequeña alegría a aquella persona que, aunque ya no era amada, era su mujer y aún sentía cariño por ella. Así que se decidió.
—De acuerdo, mañana sábado nos vamos de cacería. Para que tú no madrugues saldremos a las 9, si te parece.
Trinidad le dio las gracias y estuvo tentada de iniciar una caricia, pero la actitud distante de Raúl refrenó sus deseos.
—Bueno, pues hasta mañana— susurró Trinidad camino de su dormitorio.
La mañana era fría, pero el sol, ya en lo alto, calentaba el campo, elevando algunas nubes de vaho. La mañana se había dado bien. Catorce conejos en el Land Rover lo acreditaban, 5 de los cuales habían sido abatidos por Trinidad, demostrando su buena puntería.
En el camino de vuelta habían hablado poco, como de costumbre. Tras una primera felicitación por parte de Raúl por las piezas cobradas, su marido se había envuelto en un espeso silencio y Trinidad constataba que aquello no tenía remedio, que la existencia de aquella mujer, de aquella ladrona, había cegado su futuro, quizás ya de forma definitiva.
Raúl aparcó el todoterreno cerca de la casa y se disponía a sacar las escopetas y la caza. Mariano había salido al oír el coche, para ayudar al patrón. En ese momento Trinidad la vio. Alina salía de su casa camino de la hacienda, dispuesta a prestar ayuda y, de camino, poder ver a Raúl.
La visión de la joven demudó el rostro de Trinidad. De pronto lo vio, aterrorizada. No, no eran figuraciones suyas. El tamaño del vientre de la muchacha le hizo comprender que estaba embarazada, y de pronto la certeza de que era un hijo de Raúl le cayó como un mazazo en la cabeza. Todas las sensaciones se agolparon de pronto, ahogándola. Aquella mujer había destrozado su vida y, si le quedaba alguna duda, le iba a dar a su marido lo que ella no había podido darle, un hijo. De pronto tuvo la certeza de que había perdido definitivamente a Raúl, y aquello fue mas de lo que su mente podía soportar.
Sin decir palabra se dirigió al coche, cogió una de las escopetas y metió un cartucho de los que aún llevaba a la cintura. Se dirigió hacía Alina y sin dudarlo, le apuntó y le disparó. No acertó a ver los efectos de su acción, porque cayó al suelo, privada de conocimiento.
El sargento de la Guardia Civil se acercó, después de inspeccionar el cadáver.
—Ya viene el juez para levantar el cadáver. Ha sido un caso de mala suerte don Raúl. ¿Cómo esta su señora?
Trinidad había sido llevada al interior de la finca, donde permanecía con los ojos horriblemente abiertos y muda. El médico, que había sido avisado junto a la Guardia Civil, la atendía.
—Mal, como quiere usted que esté después de lo ocurrido. El médico le ha inyectado un sedante y ahora no esta en disposición de hablar.
—No se preocupe usted. Para mi con su testimonio y el de Mariano es suficiente. ¿Cómo dice usted que se llamaba el difunto?
—Anastas, Anastas Apostolov. Trabajaba conmigo y era el marido de una de mis trabajadoras.
—¿Y la viuda del difunto? Tengo entendido que está de cuatro meses.
—Así es. ¿Cómo cree usted que va a estar? Este desgraciado accidente ha sido horrible para todos y para ella… calcúlese. Está en la cocina, atendida por Luisa, la mujer de Mariano. ¿Quiere usted hablar con ella?
—Ahora mismo no hace falta, ya mañana, cuando esté mas tranquila, la acerca usted al cuartel para las diligencias.
Los hechos habían sido terribles, pero aquello no debía, no podía trascender.
—¡Lo ocurrido ha sido un accidente, Mariano! — fue lo primero que le salió a Raúl, dirigiéndose a su encargado, mientras que se dirigía hacia el herido.
Luisa salió de la casa y miró asombrada a la escena. Anastas en el suelo, con una enorme mancha de sangre en el pecho, el patrón junto al herido y Alina aterrorizada a su lado, con la cara demudada, temblando como un azogado. Trinidad, en el suelo, inconsciente, atendida por su marido.
Raúl, tras comprobar que Anastas estaba muerto, abrazó a Alina y le susurró al oído.
—¡Hay que ser fuertes Alina, esto no puede romper nuestras vidas! Vete con Luisa a la cocina y no salgas hasta que yo te llame — y dirigiéndose a Luisa, ya en voz alta — ¡llévatela dentro y llama al médico y a la Guardia Civil! Ha ocurrido una desgracia, un accidente fatal
La muchacha se dirigió al interior de la casa con una asombrada Luisa, que no sabía que decir, aunque la presencia de su marido junto al amo la tranquilizaba
Tras comprobar que, aparentemente, no había nadie mas en la finca, Raúl se agachó junto a su esposa y le cogió el pulso.
—Trinidad esta bien, ha sido un desmayo.
Mariano se incorporó y miró fijamente a su patrón, con el que llevaba muchos años y al que apreciaba sinceramente.
—Mariano, ¡esto ha sido un accidente! — dijo, mientras cogía fuertemente por los hombros al encargado —. Mi mujer no quería matar a nadie. ¡Ha sido un accidente! — dijo alzando la voz. — Si esto se llega a saber es la ruina para mi mujer, para mi, e indirectamente para vosotros. ¿Lo entiendes Mariano?
El hombre agachó la cabeza y ayudó a Raúl a llevar a la casa a Trinidad, que seguía en el suelo sin dar señales de vida.
Trinidad continuaba sin hablar y el médico aconsejó que fuera vista en Sevilla por algún neurólogo o psiquiatra. Él no encontraba más motivo para su mutismo que el shock que debió sufrir al haber causado la muerte accidental de aquel hombre y su conocimiento no daba para más. Tras la pertinente consulta, se decidió ingresarla en una clínica psiquiátrica.
El juez cerró las diligencias de aquel desgraciado hecho calificándolo como accidente. El testimonio de don Raúl era claro: la escopeta se había disparado al caérsele a Trinidad al suelo, hecho corroborado por Mariano, el encargado de la finca. Y no había más testigos. La causante involuntaria, doña Trinidad, no estaba para interrogatorios. Aunque el juez era reacio, las influencias de Raúl fueron suficientes para vencer su resistencia. Anastas Apostolov fue conducido al cementerio de Ayamonte, donde se le dio cristiana sepultura.